domingo, 16 de junio de 2019

'EL VIRGINIANO' Y EL OPUS DEI


Tenía yo 12 años. El curso en el Instituto Zurbarán acababa de empezar y recién llegado a él desde los Maristas debía de andar un poco despistado. O eso les pareció a mis padres porque me apuntaron a un curso de técnicas de estudio organizado por una institución o algo así llamada, creo recordar, Chalet Puente Nuevo. Los asistentes éramos todos estudiantes de bachillerato de edades que iban desde mis 12 años (era uno de los benjamines del grupo) hasta los 16. En la primera charla que recibimos nos entregaron una carpeta que contenía una libreta de papel cuadriculado, un bolígrafo Bic de cuatro colores -azul, negro, rojo y verde- y un pequeño expediente en el que nos daban cuenta de en qué consistía el curso, qué íbamos a aprender en él y del calendario y horario del mismo: lunes, miércoles y viernes de un trimestre, de 18 a 20 horas. Ese primer día, oída la citada charla de bienvenida y tras habernos presentado uno a uno diciendo cada cual nuestro nombre y apellidos, edad, curso en el que estábamos y centro de enseñanza al que acudíamos, nos hicieron la primera prueba para evaluar nuestro nivel.

Eso fue lo que nos comunicó el caballerete que dijo ser nuestro profesor, aunque a mí no me cuadró el tinglado. Porque entre preguntas que sin duda se ajustaban a esa evaluación había otras que entraban de lleno en el terreno personal: creencias religiosas, cumplimiento de los preceptos católicos, presencia de Dios en nuestra vida y nuestros actos, relación con nuestra familia y amigos, aficiones, carácter...  Y esto, además, no hizo sino confirmarme que mi primer mosqueo no iba desencaminado cuando, al entrar en la sala donde nos reunieron, vi que la presidía la foto de un cura de cara mofletuda que no sabía quién coño era pero me inquietaba lo que podría significar su presencia allí. Si mi hermana Pía cuando, a los pocos días de empezar en el colegio del Santo Ángel cuyo uniforme se remataba con un collarín de plástico duro, le preguntaron qué tal le iba en el colegio contestó irritada: «Estoy harta de jaculatorias y de cuello duro», es fácil imaginar cómo estaba yo, después de 6 años en los Maristas viendo la foto del entonces beato Marcelino Champagnat multiplicada en aulas, pasillos y escaleras, de ese tipo de iconografía melosa y cursi. Pues sí, hasta las mismas narices de la entrepierna, primo.

Y terminé de escamarme cuando, al finalizar esta primera sesión, fuimos informados de que, cada uno de los recién llegados tendría un compañero-guía, ya veterano, para ‘orientarnos en las dudas de cualquier tipo’ que nos pudieran surgir. Tampoco me cuadró. Porque si se trataba de cursos trimestrales que renovaban su alumnado en cada nueva convocatoria, ¿cómo podría haber ‘alumnos veteranos’? Y si acaso los asignados fueran zopencos que hubieran tenido que repetirlo por su incapacidad de aprovechamiento, ¿cómo podrían resolver nuestras dudas desde su constatada ignorancia? Sea como fuere, a mí me asignaron como lazarillo a un muchacho de 15 o 16 años, del que no recuerdo el nombre, simpático, voluntarioso y parlanchín. Llegó el primer viernes, nos hicieron la preceptiva prueba de control y mi cicerone se despidió con un ‘hasta mañana’ que yo creí puro formulismo. Al día siguiente comprobé lo equivocado que estaba.

Hacía ya un rato que me había plantado frente al televisor Zenith para ver un nuevo episodio de El virginiano (James Drury), una serie del Oeste que los sábados, a las 4 de la tarde, me hacía disfrutar con las aventuras de su protagonista, del que nunca supimos su nombre real y, entre otros, de Trampas (Doug McClure) y el juez Garth (Lee J. Cobb), todos del rancho Shiloh cerca del pueblo de Medicine Bow cuando, sin haber finalizado siquiera la presentación del capítulo del día, sonó el timbre de casa. Uno de mis hermanos, que había abierto, me trajo la fatal noticia: «Jaime, es un amigo tuyo». Salí al pasillo y sí, en él me esperaba el susodicho, sonriente y empeñado en hablar conmigo. Quise convencerle de que viéramos al ‘virgi’ antes y después hablábamos de lo que él quisiera. Fue imposible. De modo que me resigné y enfilamos el largo pasillo que nos llevaba hasta mi habitación. Y ahí, sin preámbulo anestésico alguno, me largó una perorata martirizante sobre la religión, Dios, el pecado, Cristo bendito... y el Opus Dei. Un coñazo bíblico que solo pausaba para asediarme a preguntas sobre mi vida, mis creencias y mis prácticas religiosas. Viendo que yo rehuía contestarlas, comenzó a formularlas de manera que sólo tuviera que hacerlo con monosílabos o evasivas como ‘no siempre’, ‘quizá’ o ‘no me acuerdo’. Y a medida que lo hacía, sentía que en mi interior las ideas agnósticas que apenas habían hecho aparición se asentaban cobrando carta de naturaleza.  

El individuo me duró un sábado más porque al tercero (todos consecutivos, claro) le azucé a una perra que teníamos, Koliesko, más escandalosa que fiera, y salió pitando escaleras abajo como alma que lleva el diablo. No volví a verlo ni a sufrirlo nunca jamás porque de rebote, y una vez expuesta mi angustiosa situación a la superioridad paternal, fui eximido de volver a aquel chalet maldito y a sus pejigueras. ¡El virginiano había vuelto a ganar!

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