domingo, 15 de octubre de 2017

NOSOTROS O LA HOGUERA

En cierta ocasión, un activo y liberado sindicalista me preguntó si iba a ir a no recuerdo qué manifestación. Lo hizo en un tono más inquisitorio que interrogante, con la prepotencia de autoridad moral de la que algunos se creen investidos, oropel por el que, además, cobran un sueldo que les pagamos los que cada día salimos a trabajar mientras ellos, posiblemente, duermen. Estuve prudente (lo siento) y no lo mandé al carajo, que es lo que se merecía más que por la pregunta por las formas de perdonavidas con que la hizo. Sólo le contesté que yo me manifiesto mucho más que él, porque lo hago cada sábado en estas páginas expresando libremente mi opinión: "¿Qué sentido tiene entonces que yo salga a la calle para apoyar la tuya, sin duda más interesada y fingida que la mía?", acabé. Y se acabó. La conversación, digo, porque el mozuelo salió escopeteado, calamocheando, mientras esbozaba una media sonrisa despectiva e insuficiente para disimular su cabreo. Cantinflas echó mano en muchas de sus películas del refranero mexicano, verdadero vademecum de sabiduría y  retranca, para poner en su sitio a petimetres de todo tipo: “Mírenlo, ya porque nació en pesebre, presume de Niño Dios”, le soltó a un prepotente chulito pagado de sí mismo. Y lo clavó. Al espécimen que nos ocupa, este refrán también le viene de perilla.

(Fuente: Poema del alma)
La anécdota no es baladí, porque, con matices, la he sufrido y también gozado en bastantes ocasiones, y he asistido a otras muchas en las que me tocó interpretar el papel de testigo. Y siempre de por medio políticos o sindicalistas que, con un sentido alienado de pertenencia al clan, no entienden la relación con los demás si no es abriendo trincheras de por medio o, lo que es peor, levantando murallas que separen a los “nuestros” de los “otros”. Y es que hay gente muy dada a, según soplen los vientos, considerarte de los suyos o de los contrarios como si no hubiera más posibilidades que esas, como si no existiera la opción de no ser ni de unos ni de otros. En su mentalidad obtusa y dogmática, a estos deseosos de hacer a los demás bueyes uncidos, no les cabe la independencia de criterio. Es más, no permiten siquiera ni la posibilidad de criterio. Y con una frivolidad irritante te etiquetan de acuerdo a que tus manifestaciones, a la luz de su corto y esclerótico entender, sean favorables o no al grupo al que pertenecen. En fin, yo entiendo que esa seguridad que nos proporciona el estar incorporado a un grupo, (‘la tribu’, que dicen algunos indígenas patrios de pelaje diverso), es atávica, casi irracional, y prácticamente inevitable por lo que a la familia se refiere, más que nada porque en este caso no hay posibilidad de elección. Uno no puede dejar de ser miembro de una familia, (excepto de la que el propio individuo forma), según las circunstancias, por más que pueda renegar de ella. Lo que no entiendo es que la integración en un grupo de pertenencia elegido libremente, como puede ser un partido político o un sindicato, lleve tantas veces aparejado el hecho de despreciar no sólo a los que pertenezcan a otro de ideología contraria o distinta sino, incluso, a los que no pertenecen a ninguno. Posiblemente a estos últimos con más encono por su incapacidad para encorsetarlos.

Durante los años de régimen ibarrista y en lo que al mundo de la cultura se refiere, el ninguneo, los ataques directos y los chantajes más repugnantes se ejercían de manera sañuda e implacable contra los que osaban ejercer algún tipo de crítica a las actuaciones políticas emanadas del politburó o, simplemente, no se prestaban a la lisonja, el apoyo incondicional, el vasallaje o, incluso, la sumisión rastrera. O eras de su cuadra o, como mínimo, no existías. Una de la actuaciones más sangrantes que conocí y seguí de cerca se perpetró contra quien osó descolgarse de un manifiesto público de pleitesía al rey del mambo de aquella época. Y, así, fue fulminado de manera inmisericorde de cualquier cargo oficial real o virtual por sus esbirros e incluido en la lista de los malditos. En el colmo de la aberración, un libro a punto de ser publicado en una editora pública, fue también arrojado a las tinieblas exteriores o a las llamas de la intransigencia. No sólo el autor, también su obra era víctima de la furia sectaria de estos demócratas de pacotilla.  En fin, años ciertamente oscuros aquellos en los que sólo faltaba que, de madrugada, sonara el timbre de tu casa y no fuera el lechero.
(Fuente: Filóloga Bibliófila)

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