sábado, 5 de marzo de 2016

RECUERDO DE JESÚS DELGADO VALHONDO

Conocí a Jesús Delgado Valhondo en el año 1971, cuando era delegado provincial de la Asociación Nacional de Inválidos Civiles. Yo escribía poesía desde los 13 o 14 años, y eso lo sabía un amigo común, que fue el que me sugirió que se los llevara para ver qué le parecían. Así, concertada la cita, me fui hasta la calle Ramón Albarrán, a la delegación de la ANIC, a hablar con él, llevando bajo el brazo los pocos poemas escritos hasta la fecha que me parecían medianamente aceptables. Al entrar en su despacho me encontré con un hombre 40 años mayor que yo, y al salir me fui con la impresión de que el joven era él. Me desbordó con su calidez, con su entusiasmo, con su manera de hablar, con su forma de ser poeta hasta cuando escuchaba. Yo apenas si articulé palabra, apabullado como estaba por su torrente vitalista, por la facilidad con que transmitía. Quedó en llamarme para darme su opinión sobre mi incipiente obra. Y sí. Al día siguiente me estaba llamando. Yo, en aquel tiempo, trabajaba en la relojería de la familia, en la Plaza de España, así que nada más colgar el teléfono salí pitando para Ramón Albarrán. Lo primero que me dijo cuando llegué, sin dar tiempo a que me sentara, fue contundente: “Jaime, tú eres poeta”. Y me entregó la carpeta con mis poemas: algunos desechados, otros reducidos a un par de versos y los menos, digamos que manifiestamente mejorables. Yo no entendía mucho el asunto, porque según iba repasando uno tras otro, la escabechina había sido rotunda. ¿Como podía ser poeta después de esa masacre? Y entonces, adivinando mi frustración, me señaló este verso, aquella imagen, esta otra metáfora, el ritmo de tal poema... “todo esto es poesía”, dijo. Y me dio un consejo que arrinconé cuando andábamos de recitales y, como poeta, me equivoqué al hacerlo: “Jaime, lee mucho, escribe mucho, pero rompe más. Cuando escribas, ten siempre una papelera a tu lado. Y nunca olvides que la poesía no es púlpito, es confesionario”. A partir de ahí, misterios de la magia, supe, y él también lo supo, que la amistad entre los dos iba a durar siempre.

He dicho en más de una ocasión que la satisfacción mayor que he recibido de  la poesía fue la posibilidad que me dio de poder conocer y amar a alguien como él. Porque Jesús era poeta incluso dormido. Pasear por Badajoz de su brazo era descubrir una ciudad nueva cada día, porque él le daba una luz distinta a cada esquina, un matiz nuevo a cada rincón, una historia diferente a cada encrucijada. Me enseñó mucho de poesía, de sentimiento, de vida; me descubrió la profundidad sonora que puede albergar el silencio, la oscuridad que puede esconder la luz. Me abrió su “almario” de par en par y yo entré por su casa interior con la libertad generosa que él mismo me concedió. Y, a pesar de su “genio de postín”, conmigo fue siempre paciente y comprensivo cuando yo le salía por peteneras. Jesús ha sido, sin duda, la persona más extraordinaria que he conocido en mi vida.

Y, además, creo que fue el poeta extremeño más importante del siglo XX y, también, uno de los más importantes de la lírica española de ese siglo. Y como así lo creo, así lo digo. Su poesía nunca dejó de crecer. O, al menos, siempre que creció, ahí se mantuvo, arriba. Posiblemente alcanzó su cima, como bien dice Manuel Pecellín, con Un árbol solo, una altura de la que no bajó en libros posteriores. Asentada sobre tres pilares fundamentales, -Dios, hombre, paisaje-, sobre los que vuelve con una lírica cada vez más hecha, más lograda, más redonda, como a él le gustaba decir. Y como un círculo que encerrara a esas tres columnas en las que asentar toda su producción poética, el misterio. Porque Jesús poetizaba los  misterios, era un alma limpia y asombrada instalada en la duda, una interrogación constante. A veces, cuando se quedaba absorto, perdido por sus adentros, me recitaba de pronto unos versos de Conrado Nalé: ¡Qué sencillo / es a quien tiene corazón de grillo / interpretar la vida esta mañana!.

Su pérdida, su huida, el viernes, 23 de julio de 1993, me desgarró el corazón doblemente, pues doblemente huérfano quedé: como persona y como poeta. La madrugada del 24, mientras me derramaba en un poema con el que decirle un adiós que nunca oiría, un grillo se coló en la habitación. Me pareció sentir, como un milagro, que el ritmo de su canto, acompañándome, se acompasaba con los tristes latidos de mis lágrimas.

No hay comentarios: