viernes, 25 de diciembre de 2015

MARTIRIOS ORTOGRÁFICOS

No sé de dónde vendrán ni cuándo empezaron a hacer estragos en nuestra escritura, pero hay dos reglas gramaticales fantasmas que me sacan de mis casillas y que cada vez que se las escucho decir a alguien, normalmente como excusa con la que disimular un patinazo, me entran ganas de hacer barbaridades. “Los nombres propios y los apellidos no tienen ortografía”, es una de ellas. “Las mayúsculas no se acentúan”, la otra. Es que me subo por las paredes sólo con escribirlas, vaya. Para colmo de males, no sé por qué extraño sortilegio, las dos suelen actuar al unísono, con lo que la coz es doblemente letal para nuestra sufrida ortografía. Y esta barbarie lingüística no es exclusiva de una ocasional turbamulta indocta y analfabeta, quita, quita, sino que está incrustada en todos los estratos de la sociedad, incluida la propia Administración. Ya dije que el programa contable de la Universidad de Extremadura, software monopolizado por la llamada Oficina de Cooperación Universitaria, te indica que cuando se introduzcan datos que lleven nombres propios, deben omitirse todas las tildes. De modo que Cáceres deviene en “Caceres”, y Mérida, en “Merida”, por poner dos ejemplos cercanos. Ni que decir tiene que yo me niego a cumplir esa orden absurda y abstrusa para evitar, entre otras cosas, ser víctima de un sopitipando con sarpullido incorporado. Aunque hay algún departamento administrativo que la llevó a extremos estupefacientes y, en un alarde de regodeo zote, apostillaba sus correos institucionales con la coletilla de que “en este escrito se han suprimido intencionadamente todas las tildes”. Pues agárrame esa mosca por el rabo, Elio Antonio de Nebrija.

En todos lados cuecen habas y, sin llegar al grado superlativo que las redes sociales exhiben en estos despropósitos, donde encuentras material más que de sobra para, ortográficamente hablando, conformar un espeluznante museo de los horrores, basta dar un paseo por la calles de cualquier ciudad española y fijarte en los nombres de sus calles y de sus comercios, para que te empaches de barbaridades sin opción a disfrutar ni de un minuto de descanso en el atiborre. Las tildes no existen para sus rotulistas y, así, descubres que la avenida de “Colon” no debería estar dedicada a un navegante genovés sino a la “última porción del aparato digestivo de la mayoría de los vertebrados”; que la Guardia Civil es un cuerpo “benemerito”; que hay un nuevo continente llamado “America” y un nuevo grado en la escala militar que son los “alfereces”. Callejeando puedes ver “perfumerias”, “droguerias”, “relojerias” “opticas”,  imprentas “graficas” donde se hacen “rotulos”, “librerias tecnicas”, “papelerias” ...  y un sinfín de extraños establecimientos por el estilo. Tal es el desasosiego que puede llegar a embargarte que no tienes más opción que meterte en un bar-“cafeteria” y echarte al coleto una par de cañas de cerveza que sirvan como talismán contra los malos espíritus que te rodean. Si eso no da resultado y, presa de la desesperación, decides llamar al 112, resultará que quien viene en tu auxilio no es la Policía, no, es la “Policia”, ya sea local o nacional, con lo que el remedio, que te apuntilla, resulta más dañino que la propia enfermedad. Solo puedes ya, rendido e indefenso ante tanto ataque graneado, refugiarte de nuevo en el bar, seguir con la ingesta,
y volver a jurar sobre el diccionario de la RAE que, para evitar encorajines y ataques de ansiedad, caminarás por las calles con la mirada baja, aun a riesgo de estamparte contra una farola o una señal de tráfico. Y, a mayor abundamiento, tratando de evitar las consignas que adornan algunos pasos de cebra, cuya lectura puede nublarte la razón y conseguir que te arrojes debajo de las ruedas del primer coche que pase.


He leído que cuando se reanude el curso político, el próximo 13 de enero, Pablo Iglesias pretende presentar en el Parlamento una Ley de Emergencia Social para garantizar luz, renta, casa, atención sanitaria gratuita y asistencia a los más desfavorecidos y dependientes. Una propuesta sin duda loable. Salvando las distancias y cuando los mínimos para que todo el mundo pueda vivir dignamente se hayan solucionado o, dado que yo cascaré antes de que se logre, por qué no al unísono, lanzo desde aquí un llamamiento a quien corresponda para que se articule otra de Emergencia Cultural, a fin de que nuestras calles dejen de ser un muestrario zarrapastroso y deplorable de aberraciones ortográficas. Como sé que nadie me hará ni puñetero caso porque muchos de los que pueden solucionarlo no son conscientes de la importancia de corregir tanto error, ni tan siquiera, es más, de que tales errores existan, doy por perdida la batalla. Si consigo que el próximo 25 de enero, que debo renovar mi DNI, vuelva a llamarme Álvarez en vez de “Alvarez”, me doy por satisfecho. ¡Ay, Señor, qué cruz!

sábado, 19 de diciembre de 2015

PUÑETAZO CON PREAVISO

En los últimos años del franquismo y primeros de la transición, uno de los grupos más violentos de la ultraderecha era el de  los Guerrilleros de Cristo Rey, nacido de la mente enferma de un químico, Mariano Sánchez Covisa, y hermanado con Fuerza Nueva, una agrupación de franquistas descerebrados y fanáticos que dirigía el notario Blas Piñar, un tipo ridículo y engolado que si no fuera por la vesania intransigente que rezumaba, o quizás por eso, resultaría patético en cualquier escenario medianamente civilizado y racional. Una de  las actividades estrella de esta caterva de cenutrios engominados era la de reventar, armados de bates y cadenas y al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, los actos de protesta, las manifestaciones o las asambleas universitarias. Incluso organizaban batidas por la zona de bares de Moncloa y Argüelles, en Madrid, aporreando a cualquiera que les pareciera sospechoso de ser un “rojo de mierda”. Todo esto contando con la pasividad cómplice de la policía de la época, cuando no con su colaboración directa y activa. Como cuando se entra en esta dinámica de violencia la mayoría de las veces es imposible parar la fuerza de su inercia, los canallas acabaron implicados en los sucesos de Montejurra y en el asesinato a tiros de dos estudiantes, Arturo Ruiz García y Carlos González Martínez. Decir que estos sucesos luctuosos fueron producto de la casualidad o hechos aislados sin relación alguna con la historia anterior, son ganas de negar lo envidente, sin duda por desvergüenza más que por ignorancia o por convencimiento.

Más o menos como ha sucedido con la agresión de la que fue víctima Mariano Rajoy este miércoles pasado. Bueno está que el agredido, elevando su pachorra ‘tancredista’ hasta un summum imposible, haya restado importancia a la salvajada, rehusando denunciar al delincuente con la recomendación explícita de no “extraer consecuencias políticas” de la misma. Él sabrá, aunque a mí me parece que esa actitud errónea degrada la dignidad del puesto que ocupa al mezclar torpemente la esfera personal con la institucional. Pero lo que resulta llamativo es la rapidez casi histérica con la que tantos medios de comunicación, tantos comunicadores y tantos políticos, hasta ese momento implacables con él hasta el ultraje, por una vez y sin que sirva de precedente se han unido a la sugerencia presidencial y, en un ejercicio vomitivo de hipocresía colectiva, se han apresurado a privar de cualquier intencionalidad política no sólo al ataque, sino también al atacante,  parece que una pobre criatura trastornada e inestable sin más ideología que su militancia en la afición del Pontevedra Club de Fútbol. ¡Madre del Amor Hermoso, qué frenesí el de unos y otros escurriendo el bulto! No me imagino esta unanimidad en el diagnóstico si el victimario hubiera sido un extremista de derechas y la víctima, por poner un ejemplo, Pablo Iglesias, que dada la diferencia de complexión con Rajoy, posiblemente hubiera aterrizado sin escalas, coleta incluida y mandíbula aparte, en la islas Cíes. A estas horas estaríamos de caverna fascista, trío de las Azores, neofranquismo, nunca mais, no a la guerra, no nos moverán, PP asesino, Gobierno cómplice y otras lindezas similares hasta por encima de los nísperos. Como si lo estuviera viendo, primo, que esta jarca es cansina hasta el empacho.


Pero vamos a ver que yo me entere. ¿El energúmeno le arreó a Rajoy porque no le gustaban sus zapatos o su careto; porque pasaba por allí y le dio un repente; quizá porque venían de copas y no pagó la última; para robarle el mechero; porque no es del Pontevedra C.F.; porque es más alto que él; porque lo miró y no le gusta que le miren…? O lo hizo porque, según se han encargado de pregonar sin descanso los que ahora ahuecan el ala en estampida tumultuosa, es un neoliberal aliado de la troika y del capitalismo salvaje, culpable de la austeridad y de los recortes que nos laceran, cómplice de los desahucios, liberticida, franquista, indecente, corrupto, embustero, enemigo del pueblo y de la clase trabajadora, monigote de Merkel, inútil y tonto de baba. Pues, evidentemente, me inclino por la segunda hipótesis. Y si a lo largo de estos cuatro años se ha ido alimentando la crispación y el todo vale, sobre todo desde algunas cadenas de televisión que ahora andan en el juego del fariseísmo, es fácil deducir que la chispa que ha saltado en un cerebro débil haya incendiado la gasolina derramada, que era mucha. De modo que por supuesto que hay que extraer consecuencias políticas, porque el culpable no es solo el detenido, sino todos aquellos que, día a día, han contribuido a este dislate. Aunque ahora traten de esconderse detrás de unas lágrimas de cocodrilo que dan asco.

viernes, 11 de diciembre de 2015

EL ÁNGEL GORRILLA

En la película Así en el cielo como en la tierra, José Luis Cuerda nos contó en el año 1995 una historia delirante que, sin alcanzar la genialidad de su anterior, Amanece que no es poco, tiene momentos geniales y está también impregnada del surrealismo exacerbado y la retranca crítica de ésta. La acción se desarrolla en un pequeño pueblo castellano llamado El Cielo que es, en realidad, el cielo español, dado que cada país tiene el suyo propio. Así, por ejemplo, el alcalde es Dios Padre (Fernando Fernán-Gómez), Jesucristo (Jesús Bonilla) su teniente de alcalde y san Pedro (Francisco Rabal) el sargento de la Guardia Civil. Y el asunto es que Dios Padre anda deprimido porque “el cupo de blasfemos, ateos y agnósticos” que había establecido cuando creó el mundo, se había sobrepasado en 1815, con lo que, a pesar de su paciencia, en el presente la situación resulta ya insostenible. Por lo que decide engendrar un nuevo hijo que enviará a la tierra a enderezar el desbarajuste. La mujeres vírgenes del pueblo, una de ellas “conceptual”, se niegan a engendrar al hijo de Dios, lo que aprovecha Jesucristo, celoso anticipado de su hermano nonato, para convencerle de que lo que tiene que hacer es llevar a cabo el Apocalipsis según lo concibió san Juan el Evangelista (Gabino Diego). El alma de la primera víctima de la hecatombe, que llega desde “Peñascosa, provincia de Albacete”, es la de Luis Matacanes (Luis Ciges), y antes de que san Pedro le permita entrar, tiene una conversación hilarante con él y le explica que ha llegado hasta allí porque el Apocalipsis le pilló borracho y, presa de la sinrazón etílica, oyó una voz por sus adentros que le decía: “¡El Apocalipsis, el Apocalipsis…!” Y como ya no tenía más dinero para seguir bebiendo, pues se dejó llevar. En fin, la cinta, aunque decae en algún momento, es una maravilla disparatada en la que Dios lee a Nietzsche y a Sartre; y Jesucristo, que no entiende bien el misterio de la Santísima Trinidad y, si tuviera un hermano, menos entendería el del “Cuarteto Divino”, va al psicoanalista, argentino, para tratar de poner en orden sus neuras.

Pues mira tú que leyendo el rosario de confesiones estupefacientes con que, me imagino que en correspondencia unívoca con sus arrebatos místicos, nos ha obsequiado en esta legislatura el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, he venido a pensar que el susodicho no tendría mal encaje en el elenco de este disparate surrealista. Haciendo el papel de él mismo, por supuesto, sin más esfuerzo que elevar un poco el tono y dar algo más de vida al deje melancólico y angustioso a que nos tiene acostumbrados. Y es que este señor, desde que en el año 1991, según propia confesión, mientras viajaba por EE.UU. Dios salió manifiestamente a su encuentro, anda confuso y empeñado en mezclar el agua de la política con el óleo de la religión, y para demostrarlo nos ilustra con unas declaraciones que bien parecen salidas de un estado de levitación morbosa antes que de una mente medianamente lúcida y racional. El decir que “vivimos en una sociedad donde el pecado original está en estado químicamente puro”, que “finalmente Satán se colocará en el lugar del hombre. Quizá esto sea el Apocalipsis”, o que la política es “un magnífico campo para el apostolado y la santificación”, son afirmaciones que, viniendo de un ministro del Gobierno de un Estado aconfesional, como teóricamente es el español, me perturban. Y no seré yo quien desprecie ni critique las creencias de cada cual, pero siempre y cuando éstas se mantengan en el ámbito que les corresponde, porque el individuo, con el poder que tiene, en uno de sus éxtasis es capaz de invocar cualquier día al ángel de la muerte y, si le sale bien, la masacre del ejército asirio del rey Senaquerib se va a quedar chica.


La última perla la ha soltado en una entrevista concedida a La Vanguardia el pasado jueves. Como era de esperar, dada su cercanía con las altas instancias del espíritu, nos confiesa que él también tiene su ángel de la guarda. Lo llama Marcelo y dizque le ayuda en las grandes cosas, pero también en las pequeñas, como aparcar el coche. Hay que ver, con el poderío que en mis tiempos tenían los ángeles de la guarda y ahora, ya ven, de gorrillas. Pues a ver quién es el guapo que, a partir de este momento, tiene el valor de afirmar que el PP, en estos cuatro años, no ha precarizado el empleo en España. Pero, hombre, si lo ha hecho hasta en la mismísima corte celestial… ¡Qué pena, pobre angelito mío!

viernes, 4 de diciembre de 2015

EL PACIFISTA PANOLI

Días atrás he recordado una anécdota de mi pubertad, de cuando aún hacíamos, entre pandillas rivales, guerrillas a peñascazos detrás de La Estellesa. Ninguna se saldaba con más tragedia que alguna pitera pero todas, sin excepción, con la huida vergonzante del bando perdedor y el cachondeo fanfarrón y prepotente del ganador, que duraba hasta el siguiente enfrentamiento. En una de esas quedadas descalabrantes en la que,  tras una derrota más que bochornosa, mis colegas y yo andábamos con ansias de revancha, uno de los nuestros, quizás harto de escaramuzas, o tal vez impulsado por un sincero deseo de confraternización y de paz, o acaso temeroso de volver a sufrir un vapuleo tan catastrófico como el que allí nos concitaba, decidió acercarse a las líneas enemigas para tratar de convencerles de la inutilidad de aquellos enfrentamientos. Por más que quisimos disuadirlo y hacerle comprender lo equivocado de su actitud, él se empeñó en seguir adelante con tan descabellada empresa, tan convencido como estaba de llevar a cabo una misión redentora que acabaría para siempre con tanta violencia inútil. Y así fue que mientras con ademanes histriónicos se despojaba de su carga de piedras al tiempo que gritaba “¡parlamento, parlamento!”, (ya que el muchacho era así, más bien repipi y sabihondillo), el inconsciente adalid de la paz se dirigió con paso decidido, no diré que demasiado marcial, hacia las posiciones rivales. Nosotros, intuyendo la calamidad que se avecinaba, nos preparamos para un contraataque que estaba más que cantado. Cantado era poco, porque no bien el incauto pacifista se hubo acercado lo suficientemente a ellas, y tras la orden tajante de su jefe, el enemigo inició un ataque furibundo contra él con intensidad tan enconada, que en un santiamén recibió una andanada de piedras como jamás habíamos visto en anteriores enfrentamientos. El imprudente salió indemne de forma milagrosa. No sólo por la supuesta intervención de San Tarsicio, que en aquella época creyente alguien invocó, sino porque, alerta como estábamos y prestos al combate, arremetimos contra los bárbaros con tal furia desbocada y salvaje que los puso pies en polvorosa antes de que nos diéramos cuenta. Una vez celebrada la victoria, tras el recuento de heridos y lesionados, el tontopollas tuvo que salir de najas porque algunos de nosotros nos dirigimos a él con la intención de darle más de una colleja o incluso, como demandaban los más coléricos, de escupírsela sin más preámbulos. La verdad es que se lo tenía merecido, porque fue avisado de la idiotez que quería cometer y su empecinamiento en la floritura y en el buenismo ñoño nos pudo haber costado un buen disgusto. En esas situaciones, no querer aceptar la ralea del que tienes enfrente y empecinarte en la quimera de pensar que las palabras pueden servir de escudo contra las piedras, solo conduce al descalabro seguro.

Me he acordado de esta anécdota porque la actitud de este panoli viene que ni pintiparada para hacer un paragón con la que mantienen, en lo que al terrorismo yihadista se refiere, Pablo Iglesias y sus variopintos adláteres. Tras el terrible atentado de París y el anuncio de una respuesta militar contundente por parte de Hollande, ver las cotas de ridiculez, si no de estulticia, que han alcanzado las declaraciones y conductas de esta troupe de políticos, advenedizos, espontáneos, exjueces, exmilitares y “gente de la cultura”, parece que enfrascados en una absurda competición para ver quién dice la parida o la cursilería más estrambótica, me tiene todavía pasmado. El paradigma que resumiría toda esta parafernalia sentimentalista y relamida podría ser el manifiesto “No en nuestro nombre”, rubricado por los y las “abajofirmantes” de carrera, con algunos y algunas interinos e interinas recién llegados y llegadas, una acumulación empachosa y aturrullada de estereotipos, eslóganes y frases hechas que, sibilinamente, introduce en el mismo saco a víctimas y terroristas en un alarde de equidistancia que asombra e incluso, como en mi caso, repugna. Con la demagogia grandilocuente a que nos tiene acostumbrados la peña y el dogmatismo que rezuman encaramados en la atalaya de una superioridad moral tan falsa como su discurso, el panfleto no viene a ser sino una muestra más del vacío de unas propuestas, carentes de toda ilación lógica, que deambulan en una nebulosa voluntarista y embustera en la que se confunden realidad y deseo. Tan obsesos andan en el paripé, que incluso nos dicen que “la democracia, los Derechos Humanos y la aspiración a una paz con justicia no son un camino… sino que constituyen en sí mismos un camino…”. ¿En qué quedamos, Demóstenes? En fin, cada vez me convencen menos, si es que eso puede ser posible. De lo que sí estoy convencido es de que si alguno de estos cuentistas hubiera caído en aquella pandilla nuestra de entonces, de seguro que habríamos acabado escupiéndosela. ¡Vaya que sí!