miércoles, 8 de julio de 2015

... Y FERNÁNDEZ VARA ME NOMBRÓ

El pasado martes, sacrificando siesta y relajo, estaba yo puntual delante del televisor para escuchar el discurso de investidura de Fernández Vara. La ocasión merecía esa pequeña renuncia, no solo para enterarme de lo que tenía que decirnos, sino cómo decía lo que tenía que decirnos, lo que me permitiría comprobar si los berridos monocordes o los monosílabos esdrújulos de sus predecesores eran algo inherente al cargo o a la idiosincrasia propia de cada cual. Porque, ‘mea culpa’, no recordaba cómo se bandeaba en su anterior etapa como presidente, quizá porque estaba demasiado oculto por la figura de su mentor que resultó ser, a la postre, su principal adversario, un pasajero de autobús, rabioso por volver a ser chófer en la sombra, de lo más incordiante e impertinente; quizá porque yo andaba en otra onda o porque mi memoria es flaca. El caso es que cuando subió al estrado, y a pesar de que su trayectoria en estos cuatro años de oposición no me inducía a pensarlo, dudé de que, sabiéndose ya presidente, hubiera sido contagiado por las peculiaridades enfáticas de sus anteriores y su perorata, híbrida, tal vez mestiza, acabara siendo una retahíla de berridos esdrújulos. Pero no fue así. Excepto algún atropellamiento, un cierto tono monótono y, sobre todo, una ausencia de pausas que separaran los distintos bloques del discurso, hablaba igual que antes. Nada que ver con el portavoz de su grupo parlamentario, que de engolado un día es capaz de levitar.

Cuando empezó a enumerar el grueso de su programa político, el tema empezó a hacerse, para mí, cada vez más árido. Reconozco que ese es el meollo que da sentido a un discurso de investidura, pero como mi fuerte no es el análisis político, pues me aburría. De modo que eché mano de un enrevesado damero que había dejado a medias y, sin apagar el televisor, me dispuse a acabar con él. Allí seguía Vara desgranando leyes, posibles acuerdos y proyectos que me llegaban inconexos y entrecortados, empeñado como estaba yo en descubrir cómo coño podría llamarse un “caracol terrestre con rayas pardas transversales, que alcanza una pulgada de longitud y es muy común en la Europa meridional”. Y, en esas, ocurrió conmigo algo parecido a lo que sucede en los bares y cafeterías de España el día 22 de diciembre de cada año. Ya saben,  los parroquianos acodados en la barra, los camareros voceando tostadas, la música insoportable de alguna tragaperras como fondo del bullicio y, en la televisión, los niños de San Ildefonso con una letanía de números y sueños a la que nadie parece hacer caso. Y, sin embargo, es subir la inflexión de la salmodia cantarina a un tono más agudo y enérgico, y el bar queda en calma chicha mientras todas las miradas se dirigen a la pantalla ante lo que se supone la aparición de uno de los premios gordos. Lo cual, que andaba yo a la busca del caracol perdido, y Vara y el televisor seguían a lo suyo, cuando escucho, o quizás oigo: “… y aquí me permito la licencia de leer unos versos de nuestro poeta Jaime Álvarez Buiza, en “Tarde de siempre…”. Y me quedo atónito, algo pasmado, incapaz de valorar cómo debía de tomarme aquello. “¿Dónde ponemos los asombros?”, había dicho antes el presidente en su discurso recordando a Jesús Delgado Valhondo. Y eso mismo me preguntaba yo en ese instante.

Recuperada la presencia de ánimo y mientras me medicaba con una Estrella de Galicia y unas aceitunas cacereñas, tuve asiento para agradecer, de manera callada y sin alharacas, varias cosas al orador: La primera, que casi pidiera permiso para leer, eso sí de aquella manera, cuatro versos míos. La segunda, que me hubiera permitido caminar de nuevo, siquiera de una forma lírica, de la mano de Jesús,  reencontrados los dos, (sólo nombres, referencias), perdidos entre las líneas de un discurso. La tercera el hecho de que, al oírle, no sintiera ningún atisbo de manipulación ni de sobeteo remilgado, que no hubiera en su lectura ese deje esdrújulo, empachoso y melifluo, torpemente impostado, al que Monago nos tenía acostumbrados. La cuarta, el comprobar que algo ha cambiado cuando, otrora, en los años más oscuros del sátrapa, cuando la libertad de expresión y de opinión eran saldo de baratillo, yo era nombrado entre los dirigentes del socialismo extremeño, tiene
guasa la cosa,  para tratar de arrojarme a las tinieblas exteriores, o para mandar a algún correveidile europeísta a escribir artículos periodísticos en mi contra o, la repanocha ya, para llevarme al juzgado por un supuesto delito de injurias o qué sé yo qué milongas rebuscadas. Y la quinta, el hacerme creer que ha sido capaz de romper con todo el lastre cofrade que, sobre todo en su etapa de presidente, tuvo que cargar.

Diré, para resumir, que Fernández Vara me parece un tipo bien intencionado. Y asumo que él pueda pensar que lo que a mí me parezcan sus intenciones le importa un pimiento. Esto es así. Pero sirva esta ocasión para decirle que, aún creyéndome la bondad de sus intenciones, debería de estar pendiente de que todos los que deben ayudar a su credibilidad no distorsionen su benéfico mensaje. Porque, según me cuentan, hay quien en el Ayuntamiento de Badajoz, de haber ganado el PSOE, pretendía mandar a algún funcionario ‘no adicto’ al cementerio. Eso sí, a hacer fotocopias. Que siempre es un consuelo.

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