viernes, 11 de abril de 2014

¡UY, LO QUE ME HA DICHO!

He recordado estos días una mañana de hace muchos, muchos años, en que siendo un mozalbete estaba disfrutando con unos amigos de una jornada primaveral de las de entonces, cuando la primavera era primavera y no verano adelantado. Asábamos sardinas, bebíamos cerveza, tonteábamos con zangolotinas “ad hoc” y, con la imprudencia que proporciona la insensatez, nos creíamos más listos que nadie. Todavía no era yo presa de la entomofobia que, en su versión abifóbica, empezó a martirizarme hasta el pánico ya en la madurez, de modo que no me preocupaban demasiado los insectos voladores que me rondaban ni, por tanto, tomaba ninguna precaución ante sus posibles ataques. En ese estado de indefensión frívola me encontraba cuando, al coger de la fuente una de la sardinas recién asadas, no me percaté de que albergaba en su interior el peligro en forma de avispa tamaño XXL, tipo El alimento de los dioses que, sin duda cabreada por haberla incordiado en su almuerzo, salió de las tripas del pez y arremetió contra mí con inaudita saña. Por fortuna no dirigió su furia contra mis labios (de haberlo hecho hubieran quedado convertidos en un remedo benigno de los de Carmen de Mairena), sino contra mi brazo izquierdo. No queriendo soltar la sardina, grande y jugosa, tardé en reaccionar. Esos momentos de indecisión producto de mi ansia le bastaron a la muy bicha para morderme al tiempo que me clavaba, con un sadismo casi humano y por dos veces, su aguijón. Ahí ya sí, espoleado por el dolor solté la presa y, entre ayes lastimeros, lancé un manotazo contra la monstruo que, a pesar de mi interés, logró esquivar. La elementa salió de najas aunque, en su huida, aún tuvo tiempo de arrearle otro picotazo a Federico, que no destacaba precisamente por su hiperestesia. Y en ésas estábamos, quejándonos los dos en arameo, cuando el individuo se acerca y me espeta en un convencido tono de reproche: “¡Y no te quejes tanto, que a mí me duele más que a ti!”. Antes de que me diera tiempo a contestar a tamaña tontería, me noqueó con otro disparate aún mayor: “Porque yo soy mucho más sensible que tú”.

Esta forma de aplicar la ley del embudo, de sacar a relucir una sensibilidad escondida con menosprecio de la ajena, es lo que ha ocurrido días atrás con Ada Colau y Alfonso Rojo. Participaban ambos en un debate televisivo, una especie de “Sálvame” con ínfulas, cuando el periodista tuvo la mala ocurrencia de anatemizar a la líder de la PAH llamándola “gordita”. Ella puso cara de “¡uy, lo que me ha dicho!” y ahí se lio la gorda. El hombre fue obligado a pedir disculpas a la mujer y sancionado con una expulsión temporal del foro. Y yo no dejé de sorprenderme de que una luchadora como ella, curtida en mil batallas, capaz de llamar asesinos a banqueros y políticos en sede parlamentaria, de alentar escraches en los que se insulta sin mesura a los acosados y de manifestarse sin rubor junto a proetarras, tenga también un corazoncito coquetuelo que, en lo tocante a michelines, salga a relucir ante cualquier insinuación sobre sus redondeces. Cuando, a mayor abundamiento y a fuer de ser sincero, yo también la percibí más entradita en carnes que la última vez que la vi. A lo mejor será porque, según dicen algunos, la tele te ensancha. Y el cocido también, digo yo.

Y, ya puestos en tocinos, lo más gordo es lo que ha ocurrido después en las redes sociales, donde la injuriada ha sido ungida y ha dejado de ser “una mujer” para pasar a ser “la mujer”, símbolo de todos los valores de la lucha contra los abusos de una sociedad machista, virgen pagana que encarna la esencia más rolliza del espíritu de la progresía. Tal así, salvando todas las distancias, como la Bocca di rosa de Fabrizio De Andrè. Sirvan de muestra de lo que digo estas líneas publicadas por Clara Valverde, que no tienen desperdicio y abrirán los ojos a más de uno: “Cuando los hombres, como hicieron el sábado con Ada Colau, despolitizan nuestro trabajo político, cuando nos humillan, es un maltrato y entra en la categoría de abuso de género. Si ante las palabras de ese tertuliano o de cualquier otro hombre sobre tu cuerpo (sic), compañera, has perdido un segundo de tu bienestar mental dudando o justificándote, les has regalado tu poder. Te quieren controlar, quieren controlar tu cabeza y tu rebeldía. Quieren que utilices tu energía mental, no en pensar en estrategias de desmontar las injusticias y los privilegios, sino en pensar en si tienes demasiados pelos en las piernas o en la cara o que tienes curvas donde ellos no quieren que las tengas. Quieren que te mires con sus ojos, con sus opiniones, que lleves un tertuliano dentro de tu cabeza y que le escuches”. Tremendo, tremendo. Como ven, el plan del ejército de tertulianos machistas es verdaderamente maquiavélico. No dan puntada sin hilo los tíos perversos. Pero lo que realmente ha logrado sumirme en un mar proceloso de incertidumbres, es el hecho de haberme dado cuenta de la carga de ideología contrarrevolucionaria y fascista que pueden albergar en sus entrañas palabras tan aparentemente inofensivas como “gordita”. Entonces, ¿cuál debe ser mi reacción, a partir de ahora, si alguien me dice “calvito”? Me barrunto que esta duda angustiosa va a tenerme en un insomne sin vivir del que no sé cómo voy a poder zafarme. 


1 comentario:

Unknown dijo...

No es solo que la llamara "gordita", es que la llamó gordita para desprestigiar su punto de vista y quitarle la razón en el debate que estaban teniendo... "Estás muy gordita para el hambre que se pasa"... eso sí, la reacción ha sido un poco desproporcionado (también de mi parte, lo reconozco)