viernes, 30 de septiembre de 2011

LA MÚSICA


Tengo la gran suerte de haber vivido una infancia feliz. Último, con mi melliza, de diez hermanos, crecí en un ambiente tranquilo y lleno de cariño sólo alterado, de vez en vez, por las consecuencias de ser el menor de tantos y, por eso, diana de las trastadas de los que me precedían. Peccata minuta, al fin. Recuerdo, envuelto en una bruma nítida, las canciones que me cantaba mi madre cuando era pequeño y vuelvo a sentir la misma sensación amable, la dulce placidez de entonces. En casa teníamos un piano vertical, marca “Erard”, en el que ella tocaba algunas piezas de oído. Me fascinaba ver, con mi nariz a la altura de las teclas, el ritual de inicio previo a su pequeño concierto: cómo abría la tapa con parsimonia, ponía en posición horizontal la pequeña repisa que servía de atril y colocaba en ella el anillo, con una gran piedra violeta, que antes lucía en el dedo anular de su mano izquierda. Después venía la magia de verla acariciar las teclas y escuchar una cancioncilla que había aprendido de pequeña, de la que nunca supe el título y que yo tarareo, aún hoy, sin dificultad. Quizás por esta vivencia repetida me obsesioné con una escena de la película Cría cuervos de Carlos Saura, en la que una Ana Torrent niña, de “ojos oceánicos”, pide a su madre, como hacía yo con la mía, que le tocara al piano esa canción que tanto le gustaba. Y Geraldine Chaplin interpretaba entonces, para complacerla, Canción y Danza nº 6, de Federico Mompou. Cuando vuelvo a ver esta película, que conseguí en DVD, esa imagen sigue sobrecogiéndome hasta las lágrimas. Y es que desde que me recuerdo y recuerdo la casa de mis padres, la música es una constante que acompaña a la memoria. Desde las Partitas de Bach a las canciones de Renato Carosone, pasando por las milongas de Yupanqui, los Nocturnos de Chopin o, por ejemplo,  los 80 éxitos de París, con Pierre Dorsey, su piano y sus ritmos. Siempre la música con nosotros, como alguien más de la familia, telón de fondo sentimental de alegrías y penas.

Sirva este prolegómeno de añoranza lírica, salvaguarda de mi estabilidad emocional y freno a la estampida instintiva que la sangre pedía, como contrapunto necesario a la indignación que me ha producido el carajal que el Consejero de Economía del Gobierno extremeño, con voz tronante y ademanes cuarteleros,  ha montado a costa de la Orquesta de Extremadura. Con la excusa de los desorbitados haberes percibidos por el Director de la misma (con lo que se puede estar de acuerdo) y la existencia de unas presuntas irregularidades contables inconcretas, que dijo la Teniente, venía a sugerir su desaparición con la falacia demagógica añadida de, así,  poder arreglar la vida de 150 parados con sus familias. Al poco de su estampida, quiso arreglar el entuerto y acallar el revuelo producido con nuevas declaraciones, llenas de inseguridad, en las que vino a decir, balbuceante, que no dijo lo que dijo sino que dice lo que está diciendo en ese momento, que era lo que quería haber dicho antes igual que lo decía ahora. O algo por el estilo. Tras este galimatías tembloroso comparó la gestión de la economía de la comunidad con la de una familia, ya que en ambas se debían priorizar gastos. Antes comer que ir al cine porque primero cubrir las necesidades básicas y después el lujo, dijo.  Y ahí es donde la puerca torció el rabo. El jefe proclamando hasta el empacho que la gestión no entiende de ideologías, y su consejero económico haciendo una declaración mayestática de principios ideológicos al catalogar la cultura como un artículo de lujo. ¿Que el sueldo del Director de la Orquesta de Extremadura se considera excesivo? Pues a tomar por el saco bellaco la orquesta y caso cerrado. Eso, fuera lujos. Me recordó esta actitud intransigente y, si no fuera por lo que es, hilarante, a la del presidente Bush, otro ejemplo de sutilidad, que aventuró como solución a la plaga de incendios forestales que azotó Estados Unidos el acabar con sus bosques a base de buldóceres. Por aquello de muerto el perro.

Y, a todo esto,  sin tratar de hacer una lista exhaustiva, ¿qué han dicho los Conservatorios Superiores de Música extremeños, sus profesores, sus alumnos, los profesores de música de primaria, secundaria y bachillerato, las gentes de la Universidad de Extremadura, la Real Academia de las Artes y las Ciencias, la Asociación de Escritores Extremeños...? Que yo sepa y hasta la fecha, no sé si por desidia, por miedo,  por mantener cada cual sus momios o, simple y llanamente, por aborregamiento modorro, nada de nada. O quizás es que estén de acuerdo con el asunto.  Lo peor, me malicio, es que esto de la orquesta es la punta del iceberg calamitoso que se nos viene encima, o sea,  que salimos de Herodes y nos metemos en Pilatos. Aquellos, manipulando la cultura, pringándola de unte bajo el lema “café para todos y a estar calladitos”, que dijo la Consejera anterior a la anterior a ésta, y el que no quiera café, directo a las tinieblas exteriores; y éstos a considerarla como un artículo de lujo del que se puede prescindir.

Mientras escribo este artículo escucho el segundo y emocionante movimiento, Largo, del Concierto para flautín en Do mayor, de Antonio Vivaldi. Todo un lujo. Está incluido en la banda sonora de una magnífica película de François Truffaut titulada El pequeño salvaje. Digo yo que ha debido de ser una asociación de ideas.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

NOCHE DE MEDALLAS

 
Estuvimos el pasado día 7 en el Teatro Romano de Mérida en el acto de entrega de las Medallas de Extremadura. Quise acompañar, siquiera telepáticamente, a mi amigo Manuel Pecellín, que la recibía con todo merecimiento para satisfacción de él y de nosotros, sus amigos, y sarpullido eritematoso de los habitantes de la zona oscura. Dado que para entrar había una cola considerable, a Ángel Sánchez Pascual y su santa, con quienes estuvimos, les entraron las prisas, de modo que a las ocho y cuarto estábamos ya encaramados en el palo del gallinero. A pesar de que el acto comenzaba a las nueve el tiempo de espera, al principio,  pasó entretenido. Me divertí viendo el desfile de señoras vestidas de madrinas de boda, subidas en zapatos de tacón de aguja de croché, tratando de salir ilesas de sus evoluciones por entre aquellas piedras; de señores engominados y algún señorito rizoso encantado de haberse conocido, alardeando de un aplomo y un “saber estar” impostados; de políticos añejos y bisoños, unos desplegados como pavos reales en celo, y otros con cara de haber merendado una infusión de vinagre. En fin, disfruté desde la distancia que me proporcionaban mi sitio y  mi posición viendo tanto oropel y tanta sonrisa artificial y artificiosa. Pero a medida que pasaban los minutos, la observación divertida de las relaciones entre sí y con el medio de fauna tan variopinta, fue mutando en hartazgo empachoso, de manera que cuando empezó el evento, yo ya tenía las tripas escupiendo chiribitas y además, como aderezo del suplicio, el trasero entumecido y descorazonado. Y es que el cojín astroso y con manchas de color indefinido y origen incierto que alguien puso allí, sin duda con la loable intención de amortiguar la dureza de las milenarias piedras contra nuestras nalgas, debía de haber sido adquirido en el saldo de un chino, de tan inútil y contraproducente que era. Tanto, que me hizo dudar de que no hiciera el efecto contrario al que tenía asignado.

Tras la presentación, desfilaron por el escenario impositores e impuestos, políticos,  autoridades y un señor que pasaba por allí. Sonaron los himnos (por cierto, aprovecho la ocasión para implorar, a quien corresponda, que se modifique de una puñetera vez la letra del de Extremadura y se enmiende el grave e infame error sintáctico que repite, cansinamente, su estribillo) e izaron las banderas. Dado el lamentable estado de inseguridad sicoemocional  en el que ya me encontraba por los ataques inmisericordes del mundo exterior, tuve, con el fragor de la fanfarria y el ondear de las enseñas, una especie de ausencia momentánea, un flash en el que me vi de nuevo vestido de caqui por los andurriales del campamento “Álvarez de Sotomayor”,  cargado de correajes, escopeta al hombro y camino de la temible “tercera imaginaria”. Cuando me recuperé, con algún ligero temblor, de esta fugaz pesadilla modorra, comenzaba a hablar el alcalde de Mérida. Mi resistencia estaba ya al límite y comencé a ser presa del pánico, así que me despedí balbuceante de los Sánchez Pascual, hice una seña a mi santa y salimos de allí pitando, no fuera a ser que la fragilidad de mi estado me llevara a un punto de no retorno en la insania. Antes de sumergirnos en la oscuridad del vomitorio en busca de la luz, lancé una última mirada al escenario para mandar a mi amigo Pecellín un fuerte abrazo virtual y disculpas por mi salida apresurada y, al hacerlo, comprobé, no sin cierto estupor,  que el señor que pasaba por allí y que ocupaba asiento en el escenario, junto al Director de la Universidad de Mayores, no era otro que el Rector Magnífico de la Universidad de Extremadura. Trompicando por las tinieblas trataba de entender qué hacían dos personas en lo alto si sólo había una medalla. ¿Sería una medalla bífida o bipolar o bicefálica? ¿Sería una “bimedalla”? Quizás, aventuraba para mí, algún emprendedor departamento universitario había descubierto la cuadratura del círculo, medalleramente hablando.

Absorto iba en estas cavilaciones cuando llegamos, por fin, a territorio libre. Nos sentamos en la terraza de un bar cercano al campo de batalla dejado atrás, con la suerte de que resultó ser una atalaya privilegiada desde la que veía nítidamente el enorme televisor del interior, sin que su sonido me llegara. Así pude seguir el desarrollo del acto a salvo de cualquier posible agresión. Mientras dábamos cuenta de unos generosos vasos de cerveza fría y unas croquetas caseras de ibérico que estaban de rechupete, pude comprobar que mis suposiciones anteriores eran del todo desacertadas: ni cuadratura del círculo, ni medalla bicefálica, ni Cristo que lo fundó. En el escenario se representaba un sainete universitario chusco en el que los papeles estaban invertidos, ya que el sargento ejercía de general y el general, en plan Don Tancredo, de asistente del sargento. Me sentí confundido. ¿Vanidad por protocolo, foto por dignidad? Cualquiera sabe. Como decía aquél, el asunto será sublime, pero no lo comprendo.

La noche transcurrió sin más sobresaltos y sólo abandoné mi trinchera para entrar en el bar a escuchar a Pecellín. Al fin y al cabo, para eso habíamos emprendido esta expedición a territorio hostil. En el momento en que anunciaron el discurso del Presidente del Gobierno extremeño, volví a cubierto. Terminamos de cenar. Cuando nos levantamos, Monago seguía allí.


miércoles, 14 de septiembre de 2011

DISPERSIÓN VACACIONAL

Se acabaron mis vacaciones. He estado casi un mes sin estar seguro de qué día era, sin horarios, sin rutinas impuestas, y, en algunos momentos, dado a la más absoluta galbana. No obstante, he leído mis periódicos diarios, libros que se habían amontonado, madrugado cada día, cocinado y realizado mis labores jardineras. Incluso hice un viaje a Barcelona, con mi santa, adonde llegué a pesar de una autovía-autopista, la II, cuyo nombre es un insulto a la inteligencia por su firme de camino de cabras, su concentración de obras y el atraco de su peaje. Pero, qué quieren que les diga, por ver a los hijos uno es capaz de hacer cualquier cosa, hasta dejarse robar por viajar dando más botes que una caravana de la Wells Fargo. Aun a pesar de la molicie, ya digo, he estado al tanto de noticias y acontecimientos y, por culpa de ella, no escribo sobre ellos hasta ahora. La dispersión vacacional es lo que tiene.

Sin duda uno de los eventos estrella de este agosto ha sido la visita del Papa a España con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Y a pesar de que esas concentraciones masivas de morados, casullas, sotanas y capisayos me produce bastante desasosiego diré, de entrada, que me trae al fresco que venga el Papa o, un poner, el Patriarca de Constantinopla, que no ando yo metido en estos mundos de iglesias y religiones. También he de manifestar que lo que en el ejercicio de su divino magisterio pueda decir éste o cualquier otro obispo de Roma, francamente, me importa un rábano. Por tanto, allá cada cual que crea en lo que quiera y aclame a quien le plazca. Es por eso por lo que no logro entender la actitud energúmena e intransigente de esos indignados antipapa que, como el que figuraba en una fotografía de este diario, se han dedicado a amedrentar y escupir blasfemias en los oídos de criaturas quinceañeras, o a zarandear monjas en una actitud rufianesca y matona reflejo de épocas oscuras. Entre las excusas peregrinas (perdón por el chiste fácil) que esgrimían estos iluminados para justificar sus acciones bárbaras, estaba la de su oposición a que el viaje papal se pagara con dinero público. Pues vaya. A mí también me da por el saco bellaco que se subvencione a sindicatos y patronales y, a pesar de eso, me fastidio y no me dedico a organizar comandos para correr a gorrazos por las calles a liberados sindicales o patronos de la CEOE. Otra cosa es la matraca cansina que nos han dado los medios de comunicación escrita, audiovisual y en línea con la puñetera visita, que estaba ya de peregrinos, mochilas, cánticos, confesiones masivas e indulgencias hasta la mismísima coronilla. Sin contar la inevitable ración de mermeladina que conlleva este tipo de manifestaciones apostólicas. Tuve ocasión de ver en un telediario la entrevista a un joven, tipo “yo amo a Laura”, que embelesado mostraba al mundo el contenido de la mochila del peregrino. Además de gorro, camiseta, abanico y rosario, contenía un botiquín que, ad hoc, resultó ser un crucifijo porque, dijo el relamido, “no hace falta más: Jesús lo cura todo”. Tamaña cursilada me obligó a meterme dos chutes urgentes de insulina porque la glucosa me salía por las orejas. Y ya puestos, los organizadores podrían haber sido un poco más terrenales e incluir en la mochila de marras algún remedio contra las lipotimias, porque los muchachos, bajo el sol de agosto, caían como chinches.

También han merecido mi atención los denodados esfuerzos del “transustanciado” Rubalcaba por quitarse de encima, aun a mandobles, su reciente y cómplice pasado con el desastre zapatérico. Me recordaba a Louis de Funes en la película La gran juerga diciendo insistentemente: “¡Yo no he sido, yo no he sido!”. La diferencia es que Louis de Funes decía la verdad. Tanto empeño ha puesto el tal en ser otro que, incluso, ha querido mamporrear a los del 15M. Ya lo veía yo en la Puerta del Sol con la flauta, el perro, la peluca de rastas y megáfono en mano gritando “¡Zapatero, se te ve el plumero!”. Pero el suricato esdrújulo tenía un as en la manga para dejar con el culo al aire a este renegado, que así se las gasta el pájaro, y a última hora le ha endilgado una reforma constitucional para la contención del déficit que ha dejado al pobre Alfredo tan desconcertado como Adán y Eva en el Día de la Madre. Y ahí sigue, más delgado, más filoso, haciendo encaje de bolillos para tratar de explicar tanta contradicción y tanto dislate. Por cierto, que esta reforma no ha gustado ni en la forma ni en el fondo a sindicatos y nacionalistas. A los nacionalistas, me imagino, porque no han podido trincar por sus votos. A los sindicatos, siempre generosos y desinteresados, porque piensan que este reforma repercutirá negativamente en el estado del bienestar. Digo yo que mayormente del bienestar suyo porque, ¿cómo se puede hablar de bienestar con casi cinco millones de parados y siendo el sétimo país más pobre de Europa? Alguno de estos merluzos ha añadido que “endeudarse es de izquierdas”. Pues no, zoquete, endeudarse es de manirrotos. Y si es con el dinero de todos, de incompetentes e, incluso, de sinvergüenzas. Pero bueno, mientras que a costa de las subvenciones y la deuda nos podamos ir de vacaciones cinco estrellas a Madeira, ¡ancha es Castilla!

Y yo de depresión posvacacional, nada de nada, que eso es un invento de zánganos flojeras. ¿Depresión por trabajar? Pues no. Depresión por no poder trabajar. Y si no lo creen, pregúntenlo en las colas del INEM o en los comedores de Cáritas.