viernes, 20 de mayo de 2011

DENTRO DEL DÍA, ACASO

Un buen libro de poesía, como éste, no es un sólo libro. Y esto es así porque en el poema, una palabra no es sólo esa palabra, que en él tiene la posibilidad de, siendo la que es, sugerir otras, alumbrar otros significados, ensangrentar silencios, romper los moldes del diccionario y pasear libre por los sentimientos y el almario del lector. Un buen libro de poesía, como éste, puede llegar a ser tantos libros como lectores tenga, incluso tantos como veces se lea, porque el poema despierta la intuición, aventura sensaciones, recorre el paisaje interior de quien lo lee por caminos siempre distintos, hace llegar la luz a rincones hasta entonces umbríos, en un fogonazo, como un rayo en mitad de la noche. Un buen libro de poesía, como éste, es una ventana abierta a un paisaje igual y diferente, en el que cada vez descubres matices nuevos, encuentras colores que no habías visto, percibes silencios escondidos o música donde antes había silencios. Y todo esto es lo que me ha pasado a mí a la hora de enfrentarme a la lectura de este excelente libro de poesía, ganador del vigésimo noveno premio Ciudad de Badajoz, “Dentro del día, acaso”, escrito por un señor manchego, de Manzanares, que dice llamarse Federico Gallego Ripoll y que es de mi quinta, cuatro meses arriba, cuatro meses abajo. Lo he leído varias veces, quizás de una forma no demasiado ordenada, que así es uno, pero sí desprendiéndome de la deformación profesional que puede suponer el cargar con la poética propia y quedándome sólo con la, permítaseme la cursilada pedante, “sensibilidad lectora” que, más o menos válida, me han dado algunos años de ejercicio lector. Y a cada relectura surgían ternuras que eran otras, nostalgias diferentes, una suerte de emoción prolongada, idéntica y diversa, que, como decía el otro, siendo la misma no era igual. De forma y manera que bien pensé que, de tanto como había que decir, al final acabaría por no decir nada.

En la contraportada del libro se nos dice, casi como un aviso: “El día es el transcurso de la luz, y todo transcurso es tiempo. Cada jornada recorremos su propia distancia. Esa pequeña eternidad de cada instante: ser memoria en aquellos que nos aman”. Y, aunque con frecuencia pasamos por las citas de los libros de poesía sin prestarles atención, como si fuera el ISBN, en la mayoría de las veces nos dan claves que nos ayudan a mejor sentir lo que viene detrás, y este libro está precedido por una cita de Juan Eduardo Cirlot: “La distancia no es más que una palabra”, que cumple esa función perfectamente. Porque siendo la distancia sólo una palabra, no existe como tal. Podemos, por tanto, poetizarla y hacer que sea tiempo, transcurso, recuerdo. Y el recuerdo es cercanía, renacimiento, porque la muerte no es olvido, pero el olvido es muerte. Por eso, el autor comienza confesando que escribe “con palabras que ha robado a los muertos”, para vivir en ellos, sobrevivir en sus palabras y hacer que renazcan en las palabras, robadas, que son suyas, en una suerte de homotecia interminable, cuya razón es memoria y cuyo punto fijo es el hombre que es todos los hombres, los que nos precedieron, los que nunca descansan, los que no nos olvidan y, haciéndolo, nos hacen vivir.

Todo el poemario está impregnado de una ligera melancolía, de una añoranza tierna que no lastima y es una excursión a los orígenes a lomos de recuerdos, pequeños y por eso nuestros, habitantes de un mundo inexpugnable que nada ni nadie puede cambiar, que no puede ser objeto de mercadeo, un reducto de amor y cercanía al que el paso del tiempo le ha dado consistencia y razón de ser. Porque, si el tiempo no existiera, ¿cómo podríamos tener recuerdos, esos que se pliegan y se guardan, planchados e impolutos, en un cajón de nuestro almario, como un pañuelo blanco, como “aquellas pequeñas cosas” de Serrat?

Su poesía es un ir viniendo, o un venir yéndose, adelante y atrás en el tiempo, un volver para recoger a los rezagados, a los que quedaron atrás, a los que nos precedieron, para incorporarlos al pelotón de nuestra vida, en un acto de solidaridad y agradecimiento. Y si, para recuperar la magia de un pálpito es necesario morir un poco, el poeta no duda en hacerlo así, como deja patente en un poema, “Los niños del Pireo”, para mí el más logrado de todos que, en un libro de la categoría poética que tiene éste, es decir mucho.

Termino recomendándoles que abran este libro al tiempo que su corazón, y viajen al sur en ese tren que “deshilvana la llanura como una cremallera que abre el campo en dos”, descubran a Lorca escondido entre sus versos; encuentren la salvación en las palabras; canten, nunca en domingo, con Melina Mercouri; acunen en sus manos los asombros; comprueben los espejos que reflejan latidos de un corazón incierto, moribundo; reaviven “la esperanza, dentro del día, acaso” y, al fin, sumérjanse en “la madre que todo río lleva” .

Decía Ciorán: “Mi misión es matar el tiempo y la del tiempo, matarme a mí”. Pues yo les recomiendo que lo maten, que lo pierdan entre las páginas de este hermoso libro, sintiendo en su interior la presencia de algo tan inútil y, por ello, tan absolutamente imprescindible como es la poesía. Seguro que será tiempo ganado y, además, habrán ganado al tiempo.

(Presentación en la Feria del Libro de Badajoz/2011)

1 comentario:

Carlos Rivero. dijo...

Pues sí, Jaime. Es una excelente poesía.
He tenido el placer de leer algunos poemas.
Te propongo como sugerencia que publiques aquí,poemas de otros autores,que hayan tocado tu "sensibilidad lectora".
Un abrazo.