viernes, 14 de enero de 2011

LOS RECUERDOS

Me acompañan los muertos, las horas desahuciadas. Puede que sea el otoño que oscurece mi ojos en esta luz difusa de la tarde y los baña entre brumas para mirar ausencias. Y sin que exista remedio y sin pensarlo, porque el otoño es eso, me enfrento con mi vida de improviso, como un contable antiguo con visera y manguitos. Es entonces el balance, una doble partida, una suma impasible de pérdidas y encuentros, el debe y el haber de mi pasado. No hay trampas. No hay posibilidad de hacer ingeniería contable. Todo está ahí, tan nítido, tan cierto, como la lluvia que ahora se dispersa en el aire, constante y grácil, como un pestañeo de sueños. Los recuerdos me agobian mientras me dan la vida. Los detalles minúsculos duermen en mis bolsillos como un pañuelo antiguo que conservara lágrimas de alguna despedida, canicas, relojes desarmados que marcan los vacíos, fábulas imposibles, intentos que quedaron jugando con la infancia. Y una música lenta de tantas tardes lentas junto a la celosía acompaña al recuerdo como una novia dulce, virgen, como un amor absorto, dormido entre mis manos. Y me miro en el espejo de los años y veo el niño que fui, el sufridor absurdo de las penas perdidas, el lector de alegrías, el héroe derrotado, el buscador de sueños. Atesoro en mis ojos el mirar de otros ojos, los de mi madre, acaso, llorando la distancia de un silencio infinito y cotidiano. Y a veces veo con ellos lo que no supe nunca, lo que jamás miré, lo que se lleva escrito en los pliegues del alma. La muerte no es olvido, pero el olvido es muerte. Los recuerdos ayudan a la vida que tengo, a los años que cargo. Y no es melancolía tan sólo lo que guardan, es el gozo asumido de lo irrecuperable, el placer agridulce de lo que vuelve a estar sin ser, la ilusión de volver de otra manera, de hacer que el tiempo sea un palíndromo eterno, repetido y distinto, un ir y regresar por un camino de límites abiertos. Casi un delirio, un duermevela de inventos y realidades.

Como el que vuelve al hogar después de un largo viaje y, al abrir la puerta, llena el ansia del regreso reconociendo olores, y distingue el reflejo en el mueble gastado por los años o siente, de repente, el escalofrío del encuentro, así retorno yo como a un refugio a los momentos que quedaron atrás. Y, dulcificado el regreso por el paso de los años y la equívoca placidez de la distancia, vuelvo a vivir situaciones en las que la emoción se ofrece contenida, desprovistas aquellas de todo el dramatismo que conlleva la ausencia. Disfruto en soledad de la añoranza, gastado calcetín de la memoria, dulce alcancía donde atesoro voces, espectros que se vienen a consolar la vida, risas casi olvidadas, besos que quedaron dormidos y ahora se desperezan en la tarde y rompen el dolor.
Al fin, somos prolongación de lo que fuimos y esta magia de volver al pasado, de reencontrar las pérdidas, de estar de nuevo allí donde estuvimos, reafirma lo que somos y pone los cimientos de lo que, tal vez, seremos.

La culpa es del otoño que canta en mi ventana y arrulla los cristales con una niebla tímida, discreta, que empapa de caricias mi nostalgia. A su amparo me acojo como niño indeciso. Perdido en un revoloteo de presencias ausentes, caigo, calladamente, junto a las hojas que el viento desparrama por el jardín. Se me antojan, en la quimera de esta tarde absoluta, pequeños pañuelitos ocres con los que, aquellos que se fueron, siguen diciendo adiós.

3 comentarios:

Muli dijo...

Me ha encantado,Jaime.Precioso y conmovedor.
Seguro que "los ronchoneros",no dicen ahora nada,no creo que lo lean y si lo leen no lo van a entender.
Un abrazo.

Carlos Rivero. dijo...

Belleza pura Jaime.
Hay que releerlo para regustarlo...
Un abrazo.

Bajo una coliflor dijo...

Buenos días Jaime, ¡cómo escribes! da gusto leerte. tu artículo me ha parecido una delicia. Enhorabuena. Un abrazo
Primitivo