sábado, 26 de noviembre de 2016

CIRUGÍA ABIERTA EN LA CMA (I)

Con 64 años a mis espaldas y casi 38 de vida laboral, jamás, hasta el pasado día 17, he estado de baja médica y, mucho menos, he sufrido tipo alguno de intervención quirúrgica. Tan es así que desconocía los trámites que debía seguir, (dónde, cómo, cuándo y quién), para poder presentar dicha baja médica en la UEx, mi centro de trabajo. Al mismo tiempo, a pesar de que una hernia inguinal es asunto, digamos, menor, el canguelo que me bullía por dentro desde que supe que el paso por quirófano era inevitable, iba, a medida que se acercaba el día de la cita, ocupando más y mayor presencia en mi estado de ánimo. Sí, yo sabía que era una operación sencilla que en un elevadísimo tanto por ciento de ocasiones no tiene ningún tipo de complicación, y que todo el mundo (y esto lo he descubierto en estos días), si no en primera persona, que también,  tiene al menos un primo, un hermano, un cuñado o un conocido que ha pasado por el trance sin problemas. Pero no dejaba de ser una operación, mire usted. Y para mí, preoperado novato entrado en años, con ramalazos hipocondríacos, al que el sentido trágico de la vida es quien le dicta, con más frecuencia de la deseada, barruntos y desenlaces aciagos, todo lo que se salga de la visita anual a mi médica de cabecera ya es motivo de preocupación. A mayor abundamiento si hablamos de anestesias y bisturíes, que son palabras mayores. Y si yendo con la idea de una laparoscopia, salgo con una papela en la que se me anuncia que la cosa va de cirugía abierta, pues apaga y vámonos que la luz está muy cara y voy que me cago vivo.

Por más que intenté luchar contra lo indefectible, inmerso en la quimera absurda de retrasar el despiadado paso de las horas, en un leve aleteo llegó el día D. Y para cumplir, -quizá demasiado al pie de la letra por aquello de la bisoñez-, las instrucciones expresas en un cuadernillo didáctico que me habían entregado en la Unidad de Cirugía Mayor Ambulatoria, C.M.A., del Hospital Perpetuo Socorro, en el que se nos recomendaba a los elegidos que nos presentáramos con ropa cómoda tipo chándal, enfundado en uno azul comprado ex profeso para ocasión tan trascendente, con el que me sentía, y me siento, tan a disgusto como debe de estarlo Rita Maestre con hábito de teresiana, nos dirigimos, mi santa y yo, al encuentro con mi destino. Ella, pobre mía, ejerciendo de conductora y paciente compañera, y yo, de paciente sin más. La hora H era las once y media de la mañana, y a pesar de que salimos de casa con antelación más que suficiente, a causa, mayormente, de la dificultad para aparcar en los aledaños y no tan aledaños del hospital, llegamos con el tiempo justo. Porque, a pesar de que las salas de espera estaban llenas de pacientes y acompañantes, (a propósito, ¿cuándo puñetas haremos caso a la recomendación de un acompañante por enfermo?), apenas cinco minutos después de la hora fijada me llamaron a capítulo. Traspasada la doble puerta bamboleante que daba paso, para mí, a un cambio radical de estatus, una enfermera me dirigió a un vestuario provisto de taquillas en las que debía dejar la ropa de calle, incluidos calcetines y ropa interior, y sustituirla, excepto el calzado, por el uniforme de faena que sería mi indumentaria hasta que regresara a la vida civil: pijama de corte clásico color verde hospital, junto con cofia plástica y cubre-zapatos a juego. En ese momento, de haber sucumbido a un impulso irracional que me sobrevino de improviso, como un relámpago, habría echado a correr despavorido y ni el correcaminos hubiera podido alcanzarme. Pero no lo hice. Y debo confesar que me comporté con dignidad más por miedo al ridículo y al brete en que metía a mi santa que por espanto al lance que me esperaba, que sentía insuperable.

Una vez revestido del ropaje ceremonial, la misma enfermera, amable, me dirigió a otra sala que ya no era tan aséptica como la anterior, si se me permite la metáfora chusca. Porque así como el vestuario podría confundirse con el de un gimnasio, algo cutre si se quiere, la nueva estancia no dejaba lugar a dudas: Cinco camas hospitalarias alineadas, con soporte para goteros, dos de ellas ya ocupadas por ‘doentes’. Me asignó la segunda por la izquierda, y en ella me acosté, rendido a mi suerte. Tras contestar a varias preguntas para confirmar mi identidad, los motivos de mi ingreso, mis posibles alergias y mi currículo médico-medicamentoso, asumida la imposibilidad de escape, hice de la necesidad virtud camastrona y, con los ojos fijos en el techo, solo, aburrido, me quedé ligeramente traspuesto...                                                                                                                                                         

                                                                                 (Continuará...)

sábado, 12 de noviembre de 2016

BERRINCHES POSELECTORALES

La democracia es lo que tiene. La gente, no esta gente, ni mi/su gente, sino toda la gente que puede y quiere votar, vota, y el resultado de su votación va a misa, o sea, al parlamento, al ayuntamiento, a la comunidad de vecinos  o a la presidencia de los Estados Unidos. Y en ese sencillo mecanismo es donde radica su grandeza. Solo basta con sumar, aplicar el sistema de recuento (D’Hondt, votos electorales, segunda vuelta, directo...)  que cada Estado o comunidad tiene establecido, obtener los resultados y a quien las urnas se lo dé, la democracia se lo bendiga. El inconveniente que el engranaje tiene, y que también forma parte de su grandeza y de su enseñanza, es que siempre hay quien gana y siempre hay quien pierde. Y ahí es donde la puerca tuerce el rabo, y donde salen a relucir los talantes de aquellos que aceptan la democracia solo mientras los resultados de su ejercicio vayan acordes con sus deseos.

Donald Trump, al que algún que otro avispado analista político de por aquí parece conocer desde su más tierna infancia, era un absoluto desconocido para mí hasta que se presentó como candidato por el Partido Republicano a la presidencia de los EE.UU., y fue elegido, no sin polémica, por sus correligionarios. Ya en ese accidentado camino hacia la nominación dio sobradas muestras de un talante energúmeno y paranoide, que corrigió y aumentó a lo largo de la campaña electoral que lo ha llevado a la Casa Blanca. Narcisista y megalómano, no ha tenido empacho alguno en alardear, con histrionismo mussoliniano, de una ideología retrógrada y cafre que ha espantado a todos. A todos excepto a sus votantes, a los que ha sabido movilizar apelando a aquello que ellos querían oír. Esa, y no otra, es la estrategia populista, como hemos podido comprobar también aquí, en España, afortunadamente con resultados menos contundentes. Con una retahíla de promesas etéreas difícilmente realizables, renovando la doctrina Monroe de “América para los americanos” pero más cargada de bombo xenófobo y racista, se ha llevado el gato al agua, a pesar del inconveniente añadido de tener en contra a muy significados políticos republicanos, y del posible lastre que podían acarrearle sus tics machistas y su imagen de hortera de figurín. Habrá que deducir, por tanto, que ha sido mejor candidato que su adversaria, Hillary Clinton, esta copia yanqui de Cospedal, envarada, poco convincente,
con el carisma de una alcachofa, la cintura política de un poste de teléfonos y, para completar el cuadro, el estigma de la corrupción revoloteando por encima de su cardado Elnett Satin. Aunque dicen que “antes de que el diablo sepa que has muerto, tendrás tiempo para arrepentirte”, al Partido Demócrata no le ha quedado ni ese consuelo porque, para cuando quiso hacerlo, el diablo ya estaba bailando sobre al cadáver político de su candidata. En fin, mi convicción es que Trump no ha ganado las elecciones, las ha perdido Clinton, que dando igual, no es lo mismo.

Como no todo iban a ser calamidades, el resultado inesperado de esta elección me ha servido para calibrar, de nuevo, la solidez impostada del talante democrático que la progresía patria o agregada exhibe; y para disfrutar viendo cómo estos demócratas de baratillo rabian cuando el ejercicio de la libertad a la que tanto recurren en sus discursos, cada vez que les resulta esquivo en su desenlace, es, para ellos, producto del analfabetismo y la incultura de los votantes que lo posibilitan. Votantes que no son incultos porque lo sean de por sí, que vaya usted a saber, sino porque lo que votaron no es lo que deberían haber votado según su criterio reveladoramente inapelable. Un podemita gallego y mareado, a raíz de la mayoría absoluta de Feijóo en las autonómicas gallegas, tachó a su paisanaje de “alienado e ignorante”. Y, ahora, un abogado perejil de muchos caldos, repartiendo hisopazos de superioridad académica, tacha a los votantes de Trump de “analfabetos políticos”. Uno y otro, eso, un par de zopencos dignos de formar parte de la misma yunta fascistoide.


Y como en todos lados cuecen habas, los estudios demoscópicos han vuelto a fallar, según suele ser habitual. Aunque, en esta ocasión, creo que su mayor error ha sido no contar con la maligna confluencia funesta de dos ‘jettatores’ de considerable peso que, allá donde ponen el ojo, ponen el descalabro. La conjunción diabólica de Pedro Sánchez en el lugar del óbito y de Miquel Iceta en Cataluña, gritando, versionado en inglés, su ‘líbranos por Dios’ histérico y alocado, hacía humana y divinamente imposible que Clinton se librara de la derrota. Porque ya me dirán quién es el guapo, o la guapa, que se libra de tremendo maleficio.

sábado, 5 de noviembre de 2016

PEDRO SÁNCHEZ Y MI HERNIA

Alguien pensará que estoy obsesionado, pero en mi descargo debo decir que la primera intención que tuve para este encuentro sabatino era escribir sobre las travesuras de mi hernia inguinal derecha, que tiene su aquel. Contar, por ejemplo, con todo el detalle que la educación y el respeto ajeno me imponen, la molesta sensación que me produce cuando toso, estornudo o me río con ganas, sentir en el escroto, proveniente de mis tripas liberadas, el impacto de una toba molestísima y, en más de una ocasión, moderadamente dolorosa. O dado que las puñeteras han adquirido ya considerable experiencia en el tormento, cómo cuando creo anticiparme a su agresión y aplico con firmeza mi mano sobre la zona púbica que presumo va a ser atacada, las muy zorras se vienen arriba hostigándome la parte alta de la ingle, en donde empujan con descaro como si fueran un alien chinche y mortificante que amaga con salir. En fin, espero que el próximo día 17, estas tripas salidas de madre sean encauzadas y devueltas al lugar que les corresponde. Así, ellas cesarán en sus correrías recobrando su discreta actividad; mi testículo, libre de papirotazos, volverá a su calma lánguida,  y este servidor de ustedes podrá toser, estornudar o reír con ganas sin necesidad de estar pendiente de sus cuajarejas.

Digo que de esto quería escribir, pero Pedro Sánchez no me ha dejado. Porque ando todavía estupefacto después de verle el pasado domingo en televisión hacer un ejercicio de autocomplacencia casi hagiográfico, presentándose como una reencarnación paradigmática del espíritu de una nueva izquierda luminosa, un mártir de las esencias socialistas vencido, momentáneamente, por la alianza de fuerzas en teoría opuestas que, ante el enemigo común, él, parecen haberse confabulado para impedir el “impulso transformador y renovador” necesario para cambiar la realidad del país. ¡Toma nísperos, Susana, que se agusanan! Esa coalición antinatura entre poderes económico-financieros, marcando la línea editorial de los medios de comunicación de los que son partícipes, y una comisión gestora socialista, con espurios intereses alejados del sentir de la verdadera militancia izquierdista, ha sido la causante de su caída. Porque el rumbo del PSOE, con su dirección, era el de reconciliarse con el votante de izquierdas, mirando de tú a tú y trabajando con Podemos, que es la estrategia a seguir si se quiere ser alternativa de gobierno. No más reproches, por tanto, y más cooperación y entendimiento. “Una de las cosas que vi en la primera sesión de investidura es que el país no tiene oposición, porque el PSOE está en tierra de nadie”.

Para remediar tamaña catástrofe, y no arredrándose ante los poderosos enemigos a los que se enfrenta, piensa realizar el viaje evangelizador que anunció en el momento de dimitir, visitando todo los rincones de España para devolver al PSOE a la tierra fértil que le corresponde. O no tan fértil, porque, expresando su deseo de volver a ser secretario general, nos hizo partícipe de su creencia de que lo importante no es el número de escaños, sino qué se hace con ellos. Afirmación esta a la que aún sigo dándole vueltas sin lograr desentrañar la profundidad, aparentemente equívoca, que encierra. Y para que no falte de nada,  hubo dos frases que consiguieron añadir intranquilidad a mi estupor. Una de ellas cuando afirmó, refiriéndose a la supuesta conspiración orquestada por los medios de comunicación en su contra, que “el pensamiento único que se ha visto (en ellos), lo que demuestra es que el país necesita unos medios mucho más plurales, mucho más críticos”. La otra tampoco es moco de pavo: “Una de las principales lecciones que he aprendido en estos 3 años de secretario general, es comprender la naturaleza de nuestro país, que España es una nación de naciones y que Cataluña es una nación dentro de otra”. Pues eso, para ir a mear y no echar gota.

En fin, yo no sé si Pedro Sánchez cree reales los desvaríos por los que transitó en la entrevista, o todo fue la puesta en escena de un guion cargado de cinismo paranoico, pero estoy convencido de que está dispuesto a arrojar al abismo al partido al que dice adorar y, de rebote, a España. El sometimiento humillante a Podemos, y el desprecio con el que Pablo Iglesias ha recibido su entrega sumisa y vergonzante, me ha parecido un espectáculo deprimente y vomitivo. No sé cuánto tiempo podrá aguantar el PSOE en sus filas a enemigo tan peligroso, aunque tenga claro que este ganapán es una bomba de relojería incrustada en sus tuétanos.  A mayor abundamiento si tenemos en cuenta la evidencia de que cuanto más PSOE, menos Podemos. Y eso, aunque no mejore mi hernia, es más que beneficioso para la buena salud de nuestra democracia. Que es de lo que se trata.