sábado, 26 de julio de 2014

OCIOSIDAD PRODUCTIVA

Andrew J. Smart, un joven científico norteamericano de origen sueco, acaba de publicar en España un libro titulado El arte y la ciencia de no hacer nada. El piloto automático del cerebro. En él, apoyándose en  los últimos avances de la neurociencia, hace una encendida defensa de la ociosidad como motor creativo, en oposición a  la idea capitalista y la ética protestante de que el tiempo es el bien más preciado siempre y cuando mejor aprovechado esté para el rendimiento productivo. Según nos cuenta hay una llamada “red neuronal por defecto”, la DMN, que entra en febril actividad cuando no estamos centrados en una tarea concreta y nos parece que nuestro cacumen está en reposo y dedicándose a la dulce holganza. Esta oscilación neuronal coherente, que interconexiona diferentes áreas de nuestro cerebro, facilita la introspección, el conocimiento de nosotros mismos y, con ello, el desarrollo de la propia identidad; estimula la creatividad, facilita la visualización del futuro y el recuerdo del pasado, nos permite acceder a nuestro inconsciente y nuestras emociones, potenciando habilidades que creíamos dormidas u olvidadas, al tiempo que nos ayuda a conocernos y, lo que es más importante, a reconocernos. De modo que cuando parece que nuestro cerebro no hace nada es cuando hay posibilidad de que surjan las ideas más brillantes. En resumen, que es aceptable ser vago. Y, en algunos casos, incluso imprescindible. Sirva como ejemplo el pensar qué hubiera sido de nosotros si cuando Newton se sentó debajo de aquel manzano mítico, su cerebro, en vez de estar en este estado de ociosidad activa del que hablamos, se hubiera encontrado exánime por el duro trabajo intelectual hasta hacer que el sabio se quedara sopa y no hubiera visto caer la famosa manzana o, aun habiendo visto fenómeno tan intrascendente, por mor de la fatiga y el hartazgo, el hecho le hubiese suscitado el mismo interés que, por decir algo, un discurso de Monago en el estado de la región. Efectivamente, se deduce que no habría podido concebir su teoría sobre la ley de la gravedad y, en consecuencia, quizás anduviéramos ahora todos por las calles levitando como la niña del exorcista. Una verdadera pesadilla para mí que, además de otras mangrias, sufro de acrofobia.

Sirva este primer párrafo de ciencia macarrónica, aunque verídica, para reafirmarme en el convencimiento que expresé en un artículo del año pasado, por estas fechas o así, sobre el placer de gastar las vacaciones en eso, en gastarlas; en dejar pasar las horas sin más ocupación que la ensoñación y el ensimismamiento, sin hacer esfuerzos para saber el día en que vives y, lo que es más importante, sin angustiarte por ignorarlo. Tengo compañeros que vuelven de ellas más cansados que se fueron, metidos en una vorágine mortificante de vuelos, maletas, horarios, transbordos, urgencias y quilómetros que ni los doce trabajos de Hércules. Uno de ellos me preguntó hoy qué pensaba hacer en vacaciones. Le contesté de forma lacónica y creí que suficientemente descriptiva: “Simplemente estar”. Ante su gesto de extrañeza me sentí obligado a apuntillar: “Estar de vacaciones, digo”. Parece (ignoro sus intríngulis) que no le sentó muy bien mi respuesta porque se fue sin decir más casi en un rabotazo. Y yo, parafraseando una de las expresiones lapidarias de mi amigo Martín, no pude hacer otra cosa que lamentarlo. Dado que le dije una verdad incuestionable porque realmente es eso lo que pienso hacer, estar,  ya que se supone que ser lo somos todos los días del año. Sólo tengo programado dos paréntesis en mi gandulería creativa. Uno de ellos es el de ir a ver a mis hijos a Barcelona, estar con ellos y atiborrarme de reservas de cercanía. Y de paso comprobar, una vez más, qué hospitalaria y hermosa es esa ciudad, y cuánta distancia existe entre lo cordial y amable de su gente y la idiotez y la antipatía de sus gobernantes. Dada mi cretinez topográfica, sé que me perderé al ir, al venir, al llegar, al salir, en las paradas intermedias e, incluso, yendo en transporte público. En cualquier caso, un lastre ya asumido después de tantos años de despiste crónico.



El otro paréntesis, hándicap sobrevenido, es un poco más peliagudo porque si no encuentro remedio para solventarlo puede alterar la placidez de mi vegetar hogareño. Y es que, en este mes de julio, mi santa ha sido presa de un afán de limpieza y reordenamiento de cachivaches y enseres que me tiene en un sinvivir. ¡Qué frenesí de cambios y trastrueques! No encuentro nada en la casa. Donde antes estaban los vasos, ahora hay sartenes; donde la cafetera, una freidora; en vez de servilletas, tazas... Acabaré friendo el café y desayunando aceite con azúcar. Yo ya le he dicho que a mi edad, con mi natural distraído y acostumbrado como estoy a una mecánica rutinaria en la cocina, esto puede suponer una catástrofe. Ni caso. Cuando llego de trabajar y sin tiempo a haber asimilado los del día anterior, ya hay otros nuevos. Esto me obliga a un continuo reciclaje espacio-temporal para el que ya no tengo fuerzas. Espero que, llegado agosto,  la vagancia productiva dé sus frutos y lo que ahora me produce desconcierto lo perciba entonces como un método de prolongado aprendizaje. Nunca es tarde. Mientras tanto me dejaré llevar por el dulce encanto de la gandulería y el uno mismo. Si de alguno de estos embelesos surgiera un poema que mereciera tal nombre, habrá merecido la pena este no hacer haciendo. Si no es así, mala suerte. En cualquier caso, nos veremos por aquí en setiembre.

sábado, 19 de julio de 2014

EL SABIO IGNARO

 En su “Carta del director” del pasado domingo, bajo el sugestivo título de Sainete y anaconda, Ángel Ortiz hacía un pormenorizado memorándum en el que nos mostraba las tripas y las etapas de la noticia, desarrollada en estas páginas, de los trabajos profesionales, facturas de por medio con IVA e IRPF, que el actual consejero de Hacienda y Administración Pública hizo para particulares y organismos oficiales en su anterior etapa como miembro del Consejo Consultivo de Extremadura. Allí se daba cuenta de las conversaciones que mantuvo el interfecto con Manuela Martín y el propio Ángel Ortiz  en las que, quizá apabullado o sorprendido por los datos de los que disponía la periodista, escurrió el bulto bajo el lema “yo no sabía, yo creía, a mí me habían dicho...” más propio de un recluta analfabeto o de un novicio inseguro que de todo un catedrático de Derecho Tributario y Financiero con más de 30 años de experiencia docente. Entre las respuestas peregrinas con que se justificó nuestro doctor hay una que incluso a mí, un simple funcionario de la Escala Administrativa de la Universidad de Extremadura, me dejó atónito por su simpleza. Y transcribo ese párrafo de la carta: “Su propósito (el del Sr. Checa) era remarcarme en persona lo que poco antes había explicado a la periodista: que los hechos constatados afloraban un «error grave», que nunca fue consciente de que algo así pudiese ser ilegal porque pensó que podría seguir haciendo lo que hacía en la UEX fuera de sus labores docentes”.  Si esta excusa ramplona la dijo por ignorancia, muy mal, porque evidencia que no merece desempeñar en la Administración ni tan siquiera un puesto tan básico como el mío, cuanto más ocupar plaza de enseñante. Si lo hizo emboscado en la falacia y el disimulo, mientras cantaba peteneras compungidas con el fin de ganar tiempo hasta recibir instrucciones de aquél que lo nombró o de su  “alter ego” adjunto para, así, salvar su puesto de consejero, pues mucho peor que muy mal. Porque demuestra que prefiere arruinar o, al menos, poner en entredicho su prestigio profesional, si lo tuviere, con tal de seguir en un machito del que no le arriendo las ganancias. Incluso, y ahí le concedo el beneficio de la duda, aunque este afán de permanecer en el cargo fuera más por la obligación, impuesta o voluntaria, de no desbaratar los planes políticos de quien lo designó que por ambición personal. Lo que sí creo también es que, actuando de forma tan ciclotímica como lo ha hecho para quedarse aposentado en donde sigue, se ha llevado por delante, con su conducta ayer atrita e insegura, hoy prepotente y obstinada en el error, no sólo ese hipotético crédito propio siempre opinable, sino también, de rebote, el de una universidad, la de Extremadura, de cuyo cuerpo de catedráticos forma parte y a la que debería haber mantenido al margen de asunto tan viscoso, aunque solo fuera porque ha sido su casa durante muchos años.


La Ley Orgánica de Universidades, recogiendo las excepciones de la anterior de incompatibilidades para los funcionarios a tiempo completo, incluye la que se refiere a “la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, así como las publicaciones derivadas de aquéllas”, que es uno de los argumentos que Checa y sus valedores han esgrimido para justificar su actuación. Lo que se les olvidó decir a él y a su pandilla, y ahí es donde la puerca tuerce el rabo, es que ese precepto continúa y, rizando el rizo, pone excepciones a la excepción cuando puntualiza que “siempre que no se originen como consecuencia de una relación de empleo o de prestación de servicios”. Y es ahí donde está el busilis de la cuestión. La LOU salva este doble inconveniente con, entre otros,  los llamados “Grupos de Investigación”. El camino del escaqueo es perverso en su simplicidad: Alguien, un ayuntamiento, el de Almaraz por ejemplo, está interesado en conocer cómo evoluciona el estado de ánimo de los lagartos viudos en la alta Extremadura, que debe de ser una de los pocas cosas que le falta por incentivar dada su prodigalidad encargando estudios de todo tipo. Para ello contacta con la UEX para que, previo pago de unos miles de euros, investigue sobre algo tan transcendental. Ésta, nunca jamás de los jamases el grupo o alguno de sus investigadores, es quien emite factura por el importe acordado contra el ayuntamiento dadivoso, la cobra, se queda con un tanto por ciento del montante para gastos generales o así, y el resto, la parte del león, pasa a engrosar el presupuesto de la docta cuadrilla que lo distribuye, según su leal saber y entender, entre proveedores y miembros de la misma entre los que puede encontrarse nuestro protagonista que, de esta manera, cobra un sobresueldo compatible, por inherente, con su puesto de profesor. Todo ello con una serie de controles previos y posteriores que vienen a tener el mismo rigor de intervención y auditoría que complicaciones el mecanismo de una cuchara. Un vericueto ciertamente tramposo, pero legal. De modo que, ¿cómo es posible que el sesudo y valorado experto confundiera este protocolo de cobro con el suyo?, ¿cuándo ha emitido él como profesor de la Uex una factura contra la propia UEX? Aunque el resultado final de ambos procesos sea el mismo, engrosar la alcancía del interesado que es de lo que se trata, es muy diferente hacerlo percibiendo una retribución como PDI de la universidad por trabajos añadidos a su actividad docente, amparados por su estructura académica y por la LOU, que hacerlo por informes emitidos a título particular, cobrando el importe de una factura emitida con IVA e IRPF como “consecuencia de una relación de prestación de servicios” profesionales, algo específicamente prohibido por la ley de incompatibilidades. 

O yo soy muy torpe, que no lo descarto, o hay por ahí gente muy espabilada que nos la quiere dar con queso y hacernos comulgar con ruedas de molino. Pues a pesar de mi torpeza, siendo como soy de náusea fácil, conmigo que no cuenten para el trágala.

sábado, 12 de julio de 2014

UNA HISTORIA DELIRANTE

El sábado pasado escribí la delirante historia del recluta alucinado, compañero de fatiguitas en el campamento de Viator, que andaba de la mañana a la noche en un estado de embeleso inducido. Quise en ese momento parangonar su situación de ausencia constante con la que viven, cada vez de manera más vesánica, los conspicuos catalanistas en busca de justificaciones históricas que avalen y den fuste científico a sus teorías de mártires expoliados en busca de independencia y de libertad. Pero, a veces, sin saber por qué, lo que escribes, apenas comienza a andar, se te va de las manos y escapa por derroteros que no habías imaginado. Y eso pasó con el citado artículo en el que el guripa iba a ser sólo excusa, figurante para dar entrada y pie al galán y, cuando quise darme cuenta, había ocupado espacios que no le correspondían hasta hacerse protagonista de lo escrito. Me enmendaré la plana con este otro en la esperanza de que me sirva de severa advertencia para evitar en lo sucesivo improvisaciones semejantes. O quizás no, que la escritura no quiere ataduras.

Digo que, así como el protagonista intruso conseguía su nirvana escapista con la ingesta de sustancias ad hoc, cada vez estoy más convencido de que el presidente Artur Mas consigue mantener ese permanente estado de desvarío retroalimentado del que hace pública ostentación, gracias a algún tipo de enzima alucinógena que debe producir su propio organismo. Quizás sea una mutación de sus glándulas suprarrenales, imprevisibles ellas exudando porquerías, o vaya usted a saber qué otras las que, ante el estímulo lanzado por el cerebro cuando de hablar de independencia se trata, segreguen algún tipo de cóctel químico que le haga llegar al éxtasis de su idiocia. Cuando lo veo en televisión yendo o viniendo de largar una sus deshilachadas monsergas victimistas, con paso pretendidamente marcial, el tupé aflequillado fijo en su caída, el mentón erguido en pose mussoliniana y esa media sonrisa castigadora de chulapo verbenero, me da la sensación de que en cualquier momento, saturado de egolatría y patriotismo ramplón, empezará a levitar, como hacía aquel perro pulgoso y babeante de dibujo televisivo, al creerse, en su quimera, predestinado a engrosar la lista esculpida a sangre y gloria de los heroicos luchadores por la libertad de sus pueblos.

Lo malo del asunto, porque suma idiotez transcendental a la idiotez programada, es que los fluidos excretados por el líder carismático deben de actuar como las feromonas con que la sabia naturaleza provee a sus criaturas para atraer a congéneres del sexo contrario, excitar su libido, facilitar la coyunda y preservar las especies. El problema es que en este caso a quien ha concitado el olor de su dislate es a un grupo de pseudoinvestigadores atolondrados, mezcla de doctor Patt y profesor Franz de Copenhague, que andan compitiendo para ver cuál de ellos larga, con más solemnidad académica, la sandez más contundente. De modo que en aquellos andurriales catalanistas la especie de eruditos tontainas parece que está, por el momento, fuera de peligro y en un inmejorable proceso de crecimiento vegetativo (nunca mejor dicho): Jordi Bilbeny, Pep Mayola, Víctor Cucurull, Pau Tobar, José Luis Espejo, el Instituto Nueva Historia, la Asamblea Nacional de Cataluña... En fin, un conglomerado de personas e instituciones dispuestas a llevar a buen término, previo pago de su importe, “la restitución de nuestra historia”. O sea, de la suya tan particular y descacharrante.  Leer las deducciones de sus estudios no da tregua a la estupefacción y al carcajeo irreprimible: Hernán Cortés era Ferrán Cortés; Miguel de Cervantes, Joan Miquel Servent; Cristóbal Colón, que no salió de Palos de Moguer sino del puerto de Pals, en la Costa Brava, era en realidad Joan Colom i Bertran, antepasado, mira tú por dónde, de Artur Mas; Santa Teresa era una catalana de Barcelona, abadesa del monasterio de Pedralbes durante 41 años, llamada Teresa Enríquez de Cardona; Erasmo de Rotterdam, segundo hijo de Colón de nombre Ferran; Francisco Pizarro, Francesc de Pinós de So i Carròs; Diego de Almagro, Jaume d’Aragó-Dalmau; El Quijote, El Lazarillo de Tormes y La Celestina, obras catalanas arrebatadas por Castilla... Para qué seguir escribiendo sinsorgas como que Leonardo da Vinci provenía de una familia catalana de la villa de Vinçà, cuyo topónimo dio pie a su apellido; que los orígenes de la nación catalana se remontan al siglo VII antes de Cristo; que Cataluña constituyó la primera Sociedad de Naciones en el siglo XI o que la bandera de los Estados Unidos es una evolución evidente de la senyera catalana. Yo es que ya me mareo con tanta gilipollez. Y hay para llenar un silo.


En fin, mi obnubilado recluta el único daño que provocó fue el de descalabrar a un alférez que se recuperó sin problemas. Me enteré pocos años después de que, quizá harto de estar ausente de sí mismo, acabó suicidándose. Pero este honorable presidente, presuntuoso y majadero, acorralado como está en su suicidio político y ayudado por la pasividad pusilánime de los unos y el aplauso resentido o interesado de los otros, está descalabrando a toda una sociedad. Este es un peligro del que algunos parecen no ser conscientes. Aunque tengamos sobrada y dolorosa experiencia de cómo acaba la cosa cuando los políticos se dedican a sembrar los vientos de sus delirios.

sábado, 5 de julio de 2014

UNA DELIRANTE HISTORIA

En el campamento de Viator,  primer batallón, segunda compañía, donde me tocó iniciar el Servicio Militar allá por el año 1977, coincidí con un chaval vasco de voz ronca, alto, enjuto, buena persona, reservado y triste. No sé si la acarreaba ya desde la vida civil o la adquirió allí como rápida forma de evasión, pero el caso es que tenía la costumbre de empezar el día trasegándose un litro de cerveza con coñac. Mientras los demás andábamos ocupados en deslegañarnos, él, recostado en el quicio de la puerta de los aseos como la manceba de la copla, abría la litrona que descubrí que escondía en las cisternillas de los váteres, le daba un largo chupetón de cuarto de litro, sacaba de la faltriquera una petaca plateada, y con pericia de alquimista llenaba el hueco de la botella hasta el gollete con brandy para, de inmediato, en apenas un suspiro, vaciarla casi sin respirar. “Si así empieza la alborada, cómo acabará la noche”, que decía aquél. La verdad es que no lo vi acorde en los tres meses que duró aquella encerrona. Andaba de la gimnasia a la instrucción y de la diana a la retreta obnubilado, jamás tambaleante,  en un estado de delirio constante que, sin embargo, no le impedía cumplir con las monsergas de un entrenamiento que tampoco era el de los boinas verdes aunque, claro, en algún momento, y a pesar de la poca exigencia militar que se nos demandaba, esa situación de alelamiento perenne podía producir consecuencias indeseables para él o sus circundantes. Recuerdo una de ellas que sucedió cuando nos entrenaban para lanzar granadas o bombas de mano o como quiera que se llame el invento.

Antes de poner en manos tan inexpertas y dispares un artefacto letal de esa categoría, nos instruyeron sobre la forma correcta de arrojarlas para causar, como es natural, el mayor daño posible al enemigo quimérico que teníamos enfrente. Ensayábamos pues con una barra de metal hueca, de unos veinte centímetros de longitud, que había sido rellenada con un aglomerado de cemento o algo así. No llevaba ningún mecanismo explosivo pero, como pudimos comprobar, no le hacía falta para ser potencialmente mortífera. El encargado de dirigir el adiestramiento era un alférez de complemento bonachón, regordete, metro sesenta, ojos saltones, de cráneo redondeado y alopécico que, a pesar de tener las mismas ansias castrenses que un jilguero, se esforzaba en que siguiéramos las indicaciones del manual sobre la forma idónea de realizar el ejercicio bélico. La cosa venía a tener una estética mezcla de ballet Zoom y lanzamiento de jabalina, que a mí me recordaba a los maravillosos dibujos de Boixcar en aquellos memorables tebeos de Hazañas Bélicas de la infancia: Los diestros, como yo, debíamos situarnos de perfil para ofrecer menos blanco (“de canto, de canto, ‘pa’ que no hagas blanco”, que le decía Cantinflas al malvado Frank), mostrando nuestro costado izquierdo al enemigo, con la pierna de ese lado flexionada en su dirección y ese brazo extendido hacia él; al tiempo, la derecha debía permanecer recta, formando un ángulo de 45 grados con el terreno y con el brazo de ese lado también extendido y portando el artilugio, para iniciar un pequeño balanceo que diera impulso al lanzamiento del mismo que, de esa forma, alcanzaría una trayectoria parabólica hasta caer en la trinchera rival atiborrada de soldados hostiles que irían a parar directamente al mismísimo infierno. Mientras tanto el alférez, a nuestra espalda, iba corrigiendo posturas que rompieran la estética medida del asunto. La repanocha, vamos.

Todo transcurría sin incidentes mayores hasta que le tocó el turno a nuestro guripa que, a esa hora, ya pasado el mediodía, había recebado convenientemente su dosis inicial de lenitivo. Y, en catastrófica conjunción, los designios de un hado siempre caprichoso e imprevisible quisieron que el susodicho fuera zurdo. Como es fácil de entender, todo lo anterior referente a la parafernalia postural debe invertirse, la derecha se torna en izquierda y el reverso en anverso, de modo que nuestro alférez, un metro sesenta, se encontró, de buenas a primeras, frente a un metro ochenta de recluta alucinado que ya portaba en su mano izquierda el zurullo metálico. No tuvo tiempo o no creyó necesario rectificar su posición y situarse a la espalda del lanzador. Y esa fue su perdición. Porque el muchacho, que a pesar de algún titubeo había realizado satisfactoriamente los balanceos previos, a la hora de arrojar la carga no lo hizo sino que, antes al contrario, la mantuvo asida fuertemente a modo de cachiporra al tiempo que, de manera inconcebible, cambió la trayectoria de su brazo que en vez de ascender trazó, girando sobre sí mismo a una velocidad inusitada,  una línea curva paralela al suelo de manera que barría todo lo que se encontrara a su izquierda y a determinada altura. Dada la diferencia de estatura entre él y el oficial al mando, el resultado del suceso no pudo ser más aciago para éste porque, sin posibilidad de esquivarlo y ayudada la acometida por la fuerza de la inercia, recibió el infeliz en su cabeza impacto tan contundente y violento que mandó su gorra a por uvas y a él le hizo desplomarse como un rano de forma instantánea, descalabrado, inconsciente y sangrando abundantemente por una brecha que le recorría el occipucio. El cachiporrazo dejó a la altura del betún el propinado por el intrépido Pedrín al chino marrullero, con eso está todo dicho sobre su ejecutoria, mientras el autor de la masacre seguía en su pasmo inducido, inexpresivo, con la mandíbula laxa y unos ojos desorbitados que miraban ora a la barra, ora al alférez, intentando comprender qué es lo que había pasado y si acaso hubiera podido ser él el causante del daño. La víctima fue evacuada, recuperado ya el oremus entre ayes lastimeros, en una especie de ambulancia digna de un museo etnográfico y no volvimos a verle hasta el día de la Jura, no sé si por razones de convalecencia o por instinto de conservación. Contra el causante del daño no se tomó ningún tipo de providencia disciplinaria. Únicamente, cuando llegó el día de realizar el malhadado ejercicio con explosivo real, el interfecto fue eximido de hacerlo. No tengo dudas de que esa prudente medida ha sido condición sine qua non para que, entre otras muchas cosas, yo haya podido escribir este artículo.