lunes, 23 de julio de 2012

JESÚS DELGADO VALHONDO

Hacía tiempo que no me asomaba a esta ventana con un poema. Lamento que no sea nuevo en su escritura, aunque siga siendo cotidianamente nuevo en la constancia de la pérdida. Porque Jesús, sin estar y por no estar, sigue estando conmigo. Desde 1993 su ausencia es un silencio sonoro y prolongado que me acompaña porque, aún 19 años después, no me he acostumbrado a vivir sin él. Lo escribí en las primeras horas de aquel sábado, 24 de julio, recién llegado de la constancia de su huida inevitable, que también era la mía. Entonces, como ahora, vivía en el campo, y un grillo se había colado en el dormitorio. Desde el salón, mientras me vertía en estos versos, oía su cri-cri y, en mi tristeza, imaginé que era él, mi Jesús, que venía a acompañarme y, siempre tan amigo, a disculparse por abrir un océano de imposibles en mi vacío. Ahora, con mi dolor ya maduro, lo expongo aquí, en esta página que tantas veces ha sido escaparate de artículos, dislates y desahogos. Mi única pretensión es descansar.

JESÚS 23 DE JULIO

                                               Para Joaquina y Jesús y Felipe y Sofía

Amanece.
Aún parpadea la tarde.

Acabo de llegar de oír el silencio.

Es 24 ya, Santa Cristina,
el santo de mi hermana.
Están los grillos
musicando la pena
mientras la vida vive de su asombro
y late el corazón sin saber dónde.

Amanece.
Acabo de llegar hace mil años.
Aún persiste la tarde repetida
y está el amor subiendo
como un amargo mar hasta mis manos,
dulce recuerdo
en el que ya no caben mis recuerdos:
oigo tu voz, pero es todo silencio.

Ahora me esperas más allá  de siempre.
Se ha dormido el dolor. Respira fuerte.
Hay una sensación de desamparo
recorriendo la casa. Impertinente
me pregunta la ausencia por tus manos.
Duda el reloj, monótono, sus horas
que ya no son las nuestras:
Yo no sé responderle.

Amanece.
Me mira el sol los ojos.
Se asoma por detrás de los olivos
para darme calor. Y es este frío
el que me tiene insomne,
transparente,
frágil como un carámbano,
sombrío,
viajero del recuerdo,
apabullado
por tanta rigidez,
por tanta muerte.

Es hora de salir hacia la vida
(hace rato que dieron ya las siete)
pero no muevo un músculo:
yo sólo tengo ganas de quererte.

Es hora de salir.
                          Pasó la noche
por detrás del dolor. La luz
va vistiendo de sábado a la gente.

Un grillo canta triste junto a mi corazón
y en tus manos, Jesús,
porque amanece.

sábado, 14 de julio de 2012

LOS CUATRO ROBINSONES

En las navidades de mi niñez, felices y mágicas, los cuatro hermanos chicos solíamos representar en el salón de nuestra casa una obrilla de teatro o un cuento infantil. Un año, alrededor de cincuenta atrás,  interpretamos un fragmento de Los cuatro Robinsones, un juguete cómico de Enrique García Álvarez y Pedro Muñoz Seca que narraba las peripecias de otros tantos crápulas, Venancio, Crescencio, Leoncio y Geruncio que, perdidos en una de las islas Columbretes  y con más hambre que piojo en peluca, deciden sortear cuál de ellos se sacrifica para que los tres restantes y dos señoritas que les acompañaban, se lo coman y, así, sobrevivan. Le toca la china al tramposo Venancio, encarnado por éste que firma, que, a su vez, es víctima de la trampa de Crescencio, que le madrugó la jugada. Sus compañeros le aconsejan resignación mientras él, burlador burlado, se marcha camino del matadero.

Es curioso cómo, cuando vas cumpliendo años, los vericuetos de la memoria emparejan situaciones y vivencias que hacen que el tiempo se comprima, de manera que vives la ilusión de llevar entre las manos un pasado remoto que permanecía dormido y que, en un santiamén, sientes con todo lujo de detalles. En mi anterior artículo el causante de este viaje interior en la máquina de mi tiempo fue el Sr. Manzano, presidente de la Asamblea y, por tal,  primo de su chófer, al airear como sacrificio por la patria autonómica la pamplina demagógica de los doscientos eurillos que sus diputados, dizque en  filantrópico gesto, se quitan de sus sueldos en aras del bien común. Y consiguió que me acordara de aquel ministro franquista, Solís Ruiz, especialista, como él, en arengas populistas. Ahora ha sido Rajoy, en su discurso del miércoles, el causante de mi experiencia “retroviajera” hasta hacerme revivir una Navidad feliz. Feliz aquel tiempo, sí, desprovisto ahora, en perspectiva, de puntuales angustias o de veniales zozobras olvidadas. Pero, roto ya el hechizo y esfumado el ensueño, me quedé con la frialdad y el dramatismo de la escena que supone la inmolación de Venancio en beneficio de sus compañeros de hambruna. A mayor abundamiento, cuando fui yo el intérprete de tan desdichado personaje. Y a medida que avanzaba la perorata de un presidente de gobierno maniatado, que traslucía la impostura de su seguridad, bien pensé que, de un momento a otro, entre las medidas que trataba de justificar con razonamientos falsos y espurios, anunciaría que, para 2013, uno de cada diez parados, uno de cada diez funcionarios, uno de cada diez dependientes, debería ser inmolado en beneficio del resto de compañeros y del ajuste presupuestario. Y en ese tembleque surrealista vino hasta mis ojos, de una forma vívida y cercana, aquella función navideña. Veía, en nebulosa,  mi barba pintada con corcho chamuscado, la luz sepia del pasado, el chaleco raído, el bastón y el pedazo fatídico de papel cuadriculado en el que, no sé cuál de mis hermanos, había escrito el nombre que me condenaba al suicidio generoso: Venancio López González.

Ahora, en este esperpento, a muchos millones de españoles nos ha tocado el papelito cuadriculado con nuestro nombre, y somos los venancios sacrificados para pagar las deudas de otros, para ajustar sus cuentas y para que unos pocos crescencios, listos ellos y adelantados, sigan aprovechándose de esta estafa colosal. Con la diferencia de que, en este caso, nosotros no hacemos trampas, sólo somos las víctimas de la tragedia. Porque, ¿es que sólo funcionarios, parados y dependientes hemos de pagar el grueso del derroche de políticos y banqueros? ¿Pero es que empobreciendo a la población se puede crear empleo? ¿No se ahorraría más suprimiendo una Cámara inútil como el Senado que restándole prestaciones a los parados? ¿Es que si diputados y senadores tributaran por el IRPF como el resto de nosotros, no habría dinero para ayudar a los dependientes? ¿Y si dejaran de viajar gratis en preferente? Y si los consejeros de entidades bancarias intervenidas ajustaran sus sueldos exorbitantes a los de los empleados públicos, ¿habría para la paga extra de los funcionarios? ¿Y si todos los miles de políticos de este país se quedaran sin paga extraordinaria de diciembre o su equivalente? ¿Y si patronal, partidos políticos y sindicatos vivieran de sus cuotas sin un céntimo de subvención? ¿Y si se despidiera a los miles de octavos pasajeros,  asesores ministeriales, autonómicos y presidenciales, áulicos o no? Y, si como insinúa el nasalizado Montoro y pontifica Monago, “el IVA no lo paga ni Dios”, ¿para qué coño lo suben? Y puestos a preguntar y aprovechando que el Rivillas pasa por mi puerta, y viendo que ahora nos vendrán los sindicatos con la fanfarria de la huelga y el encorajine, no sé cómo hace huelga un liberado sindical de la Administración, ¿no yendo a Carrefour?

Mientras veía y oía el discurso de nuestro presidente tarumba, me asombraba el éxtasis furibundo de la bancada pepera. A cada hachazo que anunciaba, aplaudían como posesos. De modo que hasta que este buen alemán (¡pobre Soderbergh!) no bajó del estrado, no quedé tranquilo. Porque estaba temiendo que, tras el anuncio de cada puñetera medida navajera, esta panda de adoradores exaltados, en el clímax de su arrebato, gritara: “¡Otra, otra...!”.  Y que el martirio, entrando en un bucle endiablado, no se acabara nunca.