viernes, 29 de abril de 2011

NUESTRO PERRO


Apareció, una tarde del mes de julio de hace diez años, en la cancela de nuestra casa. Tendría apenas tres meses y era un par de orejas enormes en un cuerpo menudo y esquelético lleno de hormigas, y una mirada tristísima y acobardada que te partía el corazón. No sé de dónde vino, pero creo que se acurrucó en aquel rincón para dejarse morir. Intenté cogerlo y librarlo de las hormigas que le recorrían el cuerpo, pero era empresa imposible. No bien me acercaba a él, huía renqueante y chillando de forma lastimera, con el rabo entre las patas, escarmentado, sin duda, del trato inhumano recibido. Sin embargo, en cuanto desaparecía de su vista, el animalito volvía al rincón impulsado por una querencia inexplicable. Afortunadamente mis hijos, que para los animales son una triple reencarnación de Francisco de Asís, Rodríguez de la Fuente y el santo Job, estaban de vacaciones y pudieron elaborar una estrategia dirigida a que el cachorro perdiera el miedo y adquiriera confianza. Empezaron por dejarle agua y comida junto a su refugio, para después esconderse detrás de los setos y observar si se acercaba a comer. Esta fase del plan duró una semana. Lo que el perro quiso. Venía a comer y a beber y, aunque cuando sentía la presencia de mis hijos se alejaba, a medida que pasaban los días lo hacía con menos miedo y a menor distancia. Iba engordando y, quizás, se sentía más seguro y más confiado. Y, una mañana, se quedó allí, sin moverse, mirándolos con sus ojillos ya más alegres que atemorizados. Durante dos o tres días, dentro de la segunda etapa terapéutica, le hablaban sin abrir la verja y él los escuchaba con sus enormes orejas de punta. La primera vez que, verja de por medio y en un alarde de valentía por su parte, se dejó acariciar, se meó temblando, pero aguantó el pánico y empezó a mover el rabo. Mis tres expertos decidieron, entonces, que era el momento de abrir la cancela. Así lo hicieron y “Chaqui”, al que habían bautizado con ese nombre por su parecido a un chacal, atravesó la barrera pasito a paso, muy despacio, parándose a cada momento, hasta llegar a donde estaban. Y se acostó. Estaba claro que la “terapia de sociabilización”, que diría un cursi posmoderno de los muchos que pululan por ahí, había sido efectiva.

Los días siguientes, el garabito se dedicó a explorar, con la nariz a ras de suelo, todos los rincones del jardín, meando a cada poco para marcar su territorio. Y a partir de ahí se hizo dueño y señor del terreno acotado, vigilando la presencia de cualquier bicho, sabandija o alimaña que se atreviera a entrar en él. Y resultó ser un depredador sin escrúpulos. A lo largo de estos años se ha cargado y, en algunos casos, engullido entre otros a gallinas, conejos, lagartos, lagartijas, topos, ratas, ratones, culebras, sapos, tritones, grillos, escarabajos, mirlos, urracas, gorriones y erizos. Con estos últimos utiliza una táctica similar a la de Mouriño, el tabarrero lenguaraz. Pero a él le sale bien, no como al ególatra llorón. Como estos bichos se transforman en una bola de púas imposible de penetrar con los dientes, la forma que tiene de acabar con su resistencia es ladrar y ladrar a su lado, durante dos, tres o más horas, inasequible al desaliento, hasta que el bicho acaba muriendo de aburrimiento o de un ataque al corazón, qué sé yo. El caso es que las casca. A algunos los he podido salvar, alejándolos de la tortura con una pala. Pero si el asunto es por la noche y yo no actúo (como es natural, que no estoy para levantarme en calzoncillos y adentrarme en las tinieblas para salvar erizos) el animalito amanece tieso de todas, todas. También teníamos una gata que fue víctima de su carácter cansino. Estableció con ella una relación de amor-odio muy curiosa. Dormían juntos por la noche, el perro hecho un ovillo y la gata otro más pequeño, encastrado entre sus patas. Pero, no bien amanecía, comenzaba a perseguirla sin darle tregua y, muchas veces, enganchaba el rabo entre sus dientes y la lanzaba al aire para volver a cogerla al vuelo. Como si fuera una pelota. La animalita se pasaba los días encaramada en los árboles, hasta que llegaba la noche y la relación volvía a ser plácida. Comían juntos y a la piltra. Un día desapareció, sin duda harta de aguantar matraca, y no volvimos a verla. A veces pienso si Chaqui no acabó comiéndosela.

En fin, en estos diez años se ha integrado en el paisaje de nuestro hogar, con su espíritu dócil y libre en perfecto equilibrio, rompiendo toallas y aspersores hasta que dejó de hacerlo, sin consentir un collar en su cuello, terco como una mula, cariñoso y fiel. Con la edad, ha serenado sus arranques y se ha vuelto más mimoso. Echa de menos a mis hijos no sé si tanto como yo. A veces, mientras él dormita, los llamo a voces como si estuvieran aquí, y él se despierta y salta como un resorte camino de la cancela. Y yo lo acaricio y él me lame y, así, nos consolamos mutuamente de sus ausencias. Desde este invierno arrastra una pequeña cojera reumática, con lo que se mueve menos y se pasa más tiempo repanchingado en el césped. Eso le ha engordado un poco y le ha hecho perder vitalidad. En esta época, cuando al atardecer vienen las bandadas de gorriones a dormir en los árboles con su jolgorio chirriante, los mira triste, incapaz de cazarlos al vuelo como antes, envidioso, tal vez, de su descarada juventud. Cuando cae la noche, en medio del jardín, ladra a la oscuridad. Ya se le van notando los años a nuestro perro. Igual que a mí.

lunes, 11 de abril de 2011

ADIÓS, SI TE VAS

“Como dijo San Ingerencio: Pos no me voy, más bien me llevan”, apostrofaba Cantinflas en la escena final de la película “El padrecito”, mientras una banda de música, como despedida, interpretaba “Las golondrinas” en su honor. Pues nuestro “ingerencio” circunflejo, también rodeado de una banda, pero sin música, ha venido a decir algo parecido, sin decirlo. Teniendo en cuenta el retorcimiento estrambótico y cursi de su oratoria, mitad mentira, mitad embuste, mayormente vana, dice que no estará aunque esté; que se irá aunque, mientras, se queda. Nos lo largó con esa pose de suricato en estado de alerta a que nos tiene acostumbrados, con las manitas a la altura de las tetillas y más esdrújulo que nunca: “Anuncio que no seré candidato a las elecciones generales del 2012”. Dizque por el bien de España. A mí, cada vez que un indígena de esta ralea habla de patria, se me abren las carnes porque, al final, quienes pagamos el pato de su pecho henchido de ardor somos los mismos de siempre. Empezó a asomar la pezuña patriotera por debajo de la puerta en el inicio de la crisis, negándola como un Judas recalcitrante y acusando de antipatriotas a los que le advertían de que el lobo ya estaba aquí. Y así, por continuar con el simplón símil futbolístico que él utilizó (por cierto, cada vez más extendido entre la casta política), mientras nuestra economía estaba en la liguilla de descenso a regional, el individuo dilapidaba nuestro dinero creyendo que jugaba la Champions. La soberbia de los ignorantes es lo que tiene. Menos mal que los jefes europeos se cansaron de sus desvaríos y, a pescozones, lo metieron en razón, viendo que las veleidades de nuevo rico del personaje se les estaban yendo de las manos y el batacazo iba a tener consecuencias fatales, no sólo para los españolitos, que les importamos un rábano, sino para el conjunto de la Unión Europea. Así de un año acá nuestro iluminado, con el pescuezo en carne viva por las collejas (las más contundentes las de la froilan teutona) acometió una serie de reformas impuestas, apresuradas, injustas por tardías e insuficientes que, a mayor abundamiento, eran absolutamente fraudulentas con su programa electoral. Pero bueno, para qué sirve un programa electoral si no es para incumplirlo. Aunque este portento ha dado una vuelta de tuerca más y no sólo lo ha incumplido, sino que ha hecho lo contrario de lo que en él se decía.

Dicen los expertos que existe un “síndrome monclovita” que ataca a nuestros presidentes y que los hace alejarse de la realidad, aislados, como están, en la burbuja palaciega. Pierden el contacto con la sociedad que les rodea y, sólo pendientes de su ombligo, se desenvuelven en un mundo a su medida que ellos mismo se fabrican. Ignoran los consejos de sus asesores y sólo atienden a los cantos de sirenas que parten de su interior. Le ocurrió a Suárez, a Felipe González a partir de la tercera legislatura y a Aznar en la segunda. El problema de este muchacho que se marcha estando quieto es que ya entró en la Moncloa peor de lo que los otros salieron, con un grado de ensimismamiento supino y encaramado en la tozudez del mediocre que se cree un elegido de los dioses. Su trayectoria ha estado toda ella impregnada de un adanismo palurdo, de una impostura trascendente que no ha logrado ocultar la inanidad de su fuste. O sea, mucho celofán de colorines para envolver pompitas de jabón. Y así nos ha ido. Nos deja arando eriales.

Y ahora que el melón abrió el melón sucesorio, parece que hay dos candidatos postulados para recibir su herencia envenenada. A saber, Carmen Chacón y Pérez Rubalcaba. De la señora Chacón no tengo una opinión demasiado formada. Simplemente diré que no me resulta excesivamente luminosa, sin que quiera ello decir que me parezca oscura. Quizás es que sea discreta. O poco habladora. O que yo no he estado atento. Sé que, por aquello de la igualdad, incorporó a su equipo a una comandante, creo, que le llevaba el bolso y el abrigo. Y la he visto pasar revista a las tropas, como Ministra de Defensa, y la verdad es que pone una cara de mala leche tal que parece que va a mandar a toda la Compañía al calabozo. Quizás sea producto de su bisoñez. En fin, son sólo gestos. Aunque puedan definir. La biografía de Rubalcaba es mucho más densa, incluso más espesa. Y él sí que es parlanchín. Desde “no nos merecemos un gobierno que nos mienta”, hasta “mi ventaja es que yo lo sé todo de todos”, hay donde elegir. Desde portavoz en el gobierno de los GAL, hasta Ministro del Interior con el caso Faisán, también. Conociendo su trayectoria no me extrañaría que, si llegara a ser elegido sucesor y, después, Presidente del Gobierno, (la democracia no lo quiera), vuelva a echar mano de Barrionuevo y Vera para dirigir la Seguridad del Estado.

Y es probable que también haya alguno de tapadillo, esperando su oportunidad. Si lo hubiere, yo me decantaría por José Bono, el fraile confesor, tan en su papel de padre prior alejado de aspiraciones temporales. Ojo de chícharo con este socialista con hisopo que además de fraile es sacristán y, teniendo el don de la ubicuidad, al final lograría estar en la procesión y repicando. O sea, él en lo alto del paso y los otros, con dos palmos de narices, de costaleros.

viernes, 1 de abril de 2011

ASQUEROSA PRIMAVERA

Hace muchos, demasiados años, cuando vivíamos en la calle del Obispo, teníamos un vecino que sentía un terror irrefrenable a las tormentas. Quizás por ello, había desarrollado un sexto sentido y lograba presentirlas hasta tres o cuatro horas antes de que se presentaran. Nunca fallaba. Lucía a media mañana un sol esplendoroso y él, sintiendo que se le erizaban los pelos de la nuca, angustiado y descompuesto, vaticinaba: “Me cago en mi suerte puñetera: esta tarde habrá tormenta. ¡Y de las gordas!”. Y, efectivamente, a más tardar en la siesta, se abrían lo cielos y el Dios del Antiguo Testamento lanzaba toda su furia contra nosotros. Antes de que se declarara el cataclismo, y con la imperiosa necesidad de estar rodeado de gente que solapara su pavor, el zahorí de las borrascas ponía rumbo a la cafetería “La Marina”, y allí se apalancaba hasta que el Yahvé iracundo se adormecía, seguramente cansado de atormentarnos. Traigo esto a colación porque algo parecido me pasa a mí con la primavera, estación a la que detesto sin paliativos. Parecería, a simple vista, que lo tengo mucho más fácil que él porque el calendario es el calendario y se sabe cuando, astronómicamente, hará acto de presencia. Pero no es de equinoccios de lo que estoy hablando, ni de rigidez de fechas y horarios, sino de espíritu, de esencia melosa y presentida. Este año, según el Instituto Geográfico Nacional, la maldita ha hecho su entrada el lunes 21 de marzo, a las 0 horas 21 minutos, hora oficial hispano-peninsular. Pero yo llevo barruntándola y sufriendo sus estragos desde el mes de febrero. Porque estoy convencido de que antes de su entrada triunfal y programada, manda por delante bocanadas de su naturaleza empachosa para que nos vayamos preparando, y debo de tener ese sexto sentido del que hablaba para detectarla e, incluso, para somatizarla.

La sintomatología de este caso de prognosis posesiva viene a ser la misma año tras año. Empieza con un ligero tembleteo de los párpados, a veces alternativo, a veces sincrónico, acompañado de un malestar indefinible y móvil, una angustia imprecisa que, con frecuencia y para agravar el cuadro, alimenta hipocondrías yacentes. Eso conlleva la activación de mi ciclotimia crónica que, entonces, alcanza una virulencia extrema tanto en el grado como en la velocidad de sus oscilaciones y me hace pasar, sin solución de continuidad, de estados de un nerviosismo misantrópico casi histérico a otros de un abatimiento supino. Como es de suponer, ante semejante cúmulo de calamidades, mi humor sufre cambios bruscos e imprevisibles, siempre dentro de unos límites en los que no baja de los de un perro acorralado. Esta lamentable situación dura hasta que la susodicha eclosiona y se pavonea por calles y esquinas con todo su poderío edulcorante. Es llegados a este punto cuando estos males emocionales rompen y mi mermada estabilidad psíquica va poco a poco normalizándose. Gracias a eso puedo dedicar todos mis esfuerzos a defenderme de los asaltos exteriores que se avecinan, segunda fase de esta operación de aniquilamiento que la naturaleza emprende contra mí cada año.

Las primeras avanzadillas de estos ataques son llevadas a cabo por el ejército de innumerables bichos asquerosos, voladores y reptantes, que aparecen con los primeros calores. Moscas, moscardones, avispas, abejas, abejorros, tábanos, mosquitos, avispones, chinches, hormigas, cucarachas, garrapatas, arañas, morgaños, chicharras, langostos, orugas y otros tantos más cuyos nombres ignoro, campan a sus anchas por tierra, mar y aire sin otro propósito que no sea mortificarme. A veces voy por las calles en un puro respingo intentando esquivar los embates de estas legiones de sabandijas. Respingos que, en ocasiones, acompaño con manoteos compulsivos alrededor de mi cara para espantar presencias urticantes reales o imaginadas. Después, o al tiempo, viene la agresión olfativa. ¿Hay un olor más repugnantemente empalagoso que el de las mimosas en flor? Pues sí, el de las mimosas unido al de las florecillas del cinamomo. Es una sobredosis almibarada que me lleva al borde del sopitipando. Peor que una sesión continua de Alejandro Sanz. Si a ello añadimos que hay criaturas omisas que ignoran que en esta época, con la excitación de testosteronas y progesteronas varias, además del sudor, se activa el rezume de otros fluidos corporales a los que hay que combatir con ración doble de agua jabonosa, y que esta dejadez de la higiene les hace exhalar un penetrante aroma ácido, la mezcla odorífera y confluyente de lo melifluo y lo agrio puede llegar a ser insoportable hasta la náusea. De modo que ahí me verán por la calles de Badajoz, entre quiebros compulsivos, manotazos histéricos y amagos de vómito, presa de arrebatos espasmódicos.

Si todo lo anterior no fuera suficiente, aún me queda por aguantar la suprema cursilada de aquellos que se empeñan en mezclar, en un revoltijo tópico y absurdo, primavera con poesía. No sé a quién pudo ocurrírsele semejante estupidez antiestética. Y antipoética. Al tal lo condenaría yo a vivir en una constante efervescencia de verdor, rodeado de bichos repugnantes, asediado por una bandada de pajarillos cagones y leyendo a Amado Nervo y a Rafael Pérez y Pérez por toda una eternidad.