miércoles, 22 de septiembre de 2010

DESPISTES

Desde siempre he tenido considerables despistes. Por ejemplo, me he tirado diez minutos buscando la cazadora que ya tenía puesta, o he metido a calentar el café con leche en el frigorífico en vez de en el microondas, o he encendido el televisor cuando pretendía hacer un plato al horno. Pero, sobre todo, tengo una cretinez importante a la hora de conjuntar caras con nombres y, a mayor abundamiento, de aplicar circunstancias al conocimiento de los tales. Suelo recordar las caras pero, en infinidad de ocasiones, soy incapaz de darles nombre y, sobre todo, de saber de qué conozco a la persona. Eso ha dado lugar a situaciones de todo tipo. Porque, además, empecinado en no asumir mis carencias, o quizás avergonzado de ellas, me zambullo hasta las cejas en el disparate sin reconocerle a mi interlocutor que no tengo ni puñetera idea de quién es. Antes mártir que confesor, como decía mi madre. Estos lapsus me vienen de antiguo, desde mucho antes de que me diera el arrechucho en el putamen, con lo cual no me producen especial preocupación, médicamente hablando. Así que, cuando en la revisión anual de la sesera, la neuróloga me pregunta por mi memoria, invariablemente contesto lo mismo: “Igual que siempre”, frase que parece que lo dice todo pero en realidad no dice nada. O sea, le contesto al estilo Zapatero. Y la retranca me la llevo puesta.


Una de estas situaciones chuscas que digo, me ocurrió hace ya unos años, cuando yo todavía trabajaba en el negocio de los relojes. Iba por la Plaza de España y vi venir a un conocido, muy conocido y, paradójicamente, totalmente ignorado. Mientras nos acercábamos, él me miraba insistentemente, con lo cual, al llegar a su altura, no tuve más remedio que saludarle. Le di la mano con una seguridad ficticia y me empeñé en invitarle a un café, a lo que accedió, cabizbajo, sin mucho entusiasmo. Yo, “encebicado” ya en el dislate, atribuí su actitud temerosa y huidiza a su posible timidez. En la barra del bar intenté sonsacarle, tratando de descubrir quién era, pero, a mis preguntas, él respondía con palabras parcas que no me llevaban a ninguna parte. Por fin, cuando ya daba la partida por perdida, el hombre me dijo que su empresa de transportes no iba demasiado bien. Y ahí vino la luz que iluminó mi razón. La palabra “transportes” fue un fogonazo de repentino conocimiento. “¡Si tú eres el de Transportes Tal!”, le dije. Y continué: “¡Si yo te mandé a tomar por saco el año pasado!” Él, dando un paso atrás, me contestó con un “sí” tembloroso. En esta situación, no tuve otro remedio que confesarle que cuando le invité al café, no sabía, ni por asomo, quién era. “Si ya me extrañaba, Jaime”, me dijo, “si ya me extrañaba que, con la que tuvimos, fueras tan amable conmigo”. La cosa terminó de la mejor manera. Incluso, ahora, coincidimos algún domingo en la “Venta El Horno” y nos saludamos con una sonrisa cómplice.


Por esa época, me ocurrió otra anécdota que podríamos llamar de “despiste vicevérsico”. Estaba yo acomodado en mi rincón favorito del “Pepe Jerez”, cuando vi entrar a un hombre alto, desgarbado, de larga melena oscura, mirada penetrante y cuya cara me sonaba. Él se quedó en la puerta, me detectó y se dirigió hacia mí a grandes zancadas. Mientras se acercaba, yo hacía estériles esfuerzos para domeñar mi memoria. Empresa inútil. No tenía escapatoria. Se me plantó delante y antes de que yo pudiera decir nada, me espetó: “Buiza, ¿tú eres tú o tu hermano?” Quedé estupefacto ante pregunta tan absurda. Pero fue sólo un instante, porque el espíritu de supervivencia me hizo reaccionar y le lancé una respuesta acorde a lo disparatado de su interrogante: “Ninguno de los dos. Yo soy el otro” , le dije mirándole a los ojos. El hombre acusó el golpe. Titubeó, farfulló un “adiós” apenas audible y se fue, con la misma celeridad, por donde había venido. No he vuelto a verle ni he sabido quién era. Pero recuerdo que, después del trago, quedé desconcertado, casi con una crisis de identidad. El asunto me hizo dudar, durante días, de si realmente yo era yo. O si era el otro.

viernes, 10 de septiembre de 2010

EL HÉROE CAÍDO

Este país es a veces, casi siempre, puñeteramente miserable. Creamos mitos, héroes, tan sólo con la intención de acecharlos, de estar pendientes de que cometan un fallo para zurrarles la badana, romperles el pedestal al que antes los encaramamos, hacerlos caer con estrépito y, si se tercia, escupirles con saña. Así veo yo la pringosa historia de Jesús Neira, un señor que nunca me resultó especialmente simpático, dicho sea de entrada. Un desconocido al que un energúmeno casi lo manda al otro mundo de una paliza traicionera y que, estando en coma, fue utilizado por demagogos y populistas, medios de comunicación y políticos, y manoseado de forma impúdica por unos y otros hasta elevarlo a la categoría de héroe. Y despertó sin ser el que había sido. Entró en coma como profesor y regresó de él caballero andante, ejemplo de paladín antimachista, defensor de débiles mujeres y paradigma de hombre valiente que, poniendo en riesgo su vida, se interpone entre el matón y la víctima. Después vinieron las entrevistas en radio y televisión, los halagos empachosos, los abrazos agradecidos, los ofrecimientos y los cargos. Lo cual, que tuvo la mala suerte de dormirse persona y despertarse imagen. Y en eso estriba su tragedia. Porque, ¿en qué imagen se transformó? Evidentemente, no en la suya, sino en la de otra persona fabricada a la medida de quienes la crearon. En unos casos, de intereses políticos oportunistas ciertamente vomitivos, (Esperanza Aguirre le concedió la Medalla de Oro de la Comunidad y le nombró Presidente del Consejo Asesor del Observatorio Madrileño contra la Violencia de Género), en otros de audiencia televisiva y basurera. Al fin, una patética criatura de Frankenstein.

Aún convaleciente, ya empezó a comportarse de manera “políticamente incorrecta”. Y los mismos que le encumbraron, empezaron a torcer el gesto ante sus salidas de tono. Quizás no supo asimilar el ver el mundo desde al altura en la que le habían encaramado. Quizás es que él era así y seguía siéndolo. Quizás es que la experiencia padecida o la medicación le trastornó. Pero sus actitudes extemporáneas contradecían el modelo diseñado. Pidió permiso de arma corta. Quería llevar pistola al cinto, como en el Oeste, no sé si con la intención de dirimir una situación similar a la que había sufrido llevándose por delante al matón. Mala cosa. Primeras alarmas. Escribió un libro, España sin democracia, con título suficientemente explícito. Arremetió contra ZP y los socialistas y despotricó de los jueces cuando liberaron a su agresor. Y, al cabo, los mismos que se lo rifaban (Bibiana Aído entre otros) y se daban codazos por hacerse la foto con él, huían con el rabo entre las piernas. A la vista de sus creadores, la criatura resultó ser un monstruo. Pero nada más lejos de la realidad. Simplemente había pasado de icono a persona. Tanto es así que, como ya se han encargado machaconamente de que nos enteremos, fue cazado hace unos días mientras hacía eses con el coche por la M40, triplicando la tasa de alcohol permitida. Infracción, por desgracia, cotidiana y repetida entre los simples conductores de este país cafre, pero anatema cuando la comete este modelo artificial de civismo comprometido. Y el querubín, por el mismo birlibirloque invertido, ya es diablo. En fin, creo que una situación doblemente injusta. Injusta en la ascensión, injusta en la caída. Pero, así somos.

Antes de terminar este artículo leo en un periódico digital sus últimas declaraciones , excesivas y con el puntazo de soberbia a que nos tiene acostumbrados, que corroboran lo que digo. Hay en ellas, sin embargo, una afirmación con la que me solidarizo de forma entusiasta. Dice el lenguaraz Neira: “Prefiero morirme a quitarme una cerveza o un vino”. Amén. Pues eso, muchacho, bienvenido al club. Pero sin conducir, claro.