Desde siempre he tenido considerables despistes. Por ejemplo, me he tirado diez minutos buscando la cazadora que ya tenía puesta, o he metido a calentar el café con leche en el frigorífico en vez de en el microondas, o he encendido el televisor cuando pretendía hacer un plato al horno. Pero, sobre todo, tengo una cretinez importante a la hora de conjuntar caras con nombres y, a mayor abundamiento, de aplicar circunstancias al conocimiento de los tales. Suelo recordar las caras pero, en infinidad de ocasiones, soy incapaz de darles nombre y, sobre todo, de saber de qué conozco a la persona. Eso ha dado lugar a situaciones de todo tipo. Porque, además, empecinado en no asumir mis carencias, o quizás avergonzado de ellas, me zambullo hasta las cejas en el disparate sin reconocerle a mi interlocutor que no tengo ni puñetera idea de quién es. Antes mártir que confesor, como decía mi madre. Estos lapsus me vienen de antiguo, desde mucho antes de que me diera el arrechucho en el putamen, con lo cual no me producen especial preocupación, médicamente hablando. Así que, cuando en la revisión anual de la sesera, la neuróloga me pregunta por mi memoria, invariablemente contesto lo mismo: “Igual que siempre”, frase que parece que lo dice todo pero en realidad no dice nada. O sea, le contesto al estilo Zapatero. Y la retranca me la llevo puesta.
Una de estas situaciones chuscas que digo, me ocurrió hace ya unos años, cuando yo todavía trabajaba en el negocio de los relojes. Iba por la Plaza de España y vi venir a un conocido, muy conocido y, paradójicamente, totalmente ignorado. Mientras nos acercábamos, él me miraba insistentemente, con lo cual, al llegar a su altura, no tuve más remedio que saludarle. Le di la mano con una seguridad ficticia y me empeñé en invitarle a un café, a lo que accedió, cabizbajo, sin mucho entusiasmo. Yo, “encebicado” ya en el dislate, atribuí su actitud temerosa y huidiza a su posible timidez. En la barra del bar intenté sonsacarle, tratando de descubrir quién era, pero, a mis preguntas, él respondía con palabras parcas que no me llevaban a ninguna parte. Por fin, cuando ya daba la partida por perdida, el hombre me dijo que su empresa de transportes no iba demasiado bien. Y ahí vino la luz que iluminó mi razón. La palabra “transportes” fue un fogonazo de repentino conocimiento. “¡Si tú eres el de Transportes Tal!”, le dije. Y continué: “¡Si yo te mandé a tomar por saco el año pasado!” Él, dando un paso atrás, me contestó con un “sí” tembloroso. En esta situación, no tuve otro remedio que confesarle que cuando le invité al café, no sabía, ni por asomo, quién era. “Si ya me extrañaba, Jaime”, me dijo, “si ya me extrañaba que, con la que tuvimos, fueras tan amable conmigo”. La cosa terminó de la mejor manera. Incluso, ahora, coincidimos algún domingo en la “Venta El Horno” y nos saludamos con una sonrisa cómplice.
Por esa época, me ocurrió otra anécdota que podríamos llamar de “despiste vicevérsico”. Estaba yo acomodado en mi rincón favorito del “Pepe Jerez”, cuando vi entrar a un hombre alto, desgarbado, de larga melena oscura, mirada penetrante y cuya cara me sonaba. Él se quedó en la puerta, me detectó y se dirigió hacia mí a grandes zancadas. Mientras se acercaba, yo hacía estériles esfuerzos para domeñar mi memoria. Empresa inútil. No tenía escapatoria. Se me plantó delante y antes de que yo pudiera decir nada, me espetó: “Buiza, ¿tú eres tú o tu hermano?” Quedé estupefacto ante pregunta tan absurda. Pero fue sólo un instante, porque el espíritu de supervivencia me hizo reaccionar y le lancé una respuesta acorde a lo disparatado de su interrogante: “Ninguno de los dos. Yo soy el otro” , le dije mirándole a los ojos. El hombre acusó el golpe. Titubeó, farfulló un “adiós” apenas audible y se fue, con la misma celeridad, por donde había venido. No he vuelto a verle ni he sabido quién era. Pero recuerdo que, después del trago, quedé desconcertado, casi con una crisis de identidad. El asunto me hizo dudar, durante días, de si realmente yo era yo. O si era el otro.