lunes, 24 de mayo de 2010

¡QUÉ BATIBURRILLO!

Andan como pollos sin cabeza, dándose porrazos entre ellos y contra las esquinas, desconcertados y ciegos, atrapados por el pánico. Cada vez que hablan, se contradicen. Cada vez que rectifican, se equivocan. Hasta los callados yerran. Desde que el muñegote risueño, a fuerza de collejas, parió el guadañazo, están estos inútiles ministros zapateriles que no se encuentran, huyendo de ellos mismos, buscando una ideología perdida que nunca existió sino en los delirios del inconsistente capataz manirroto, y dando una imagen patética de ineptitud supina. En fin, bonito escaparate para una Europa que nos miraba con desconfianza y ahora sin lupa, que no hace falta el artilugio dado el tamaño considerable de la catástrofe.

Y todo porque habló el buey y dijo mu, (qué iba a decir si no), y la conjunción planetaria profetizada por la sibila Zapaquilda se ha quedado en un estacazo telefónico transatlántico, que ha obligado al prócer ignaro a tomar las medidas que desde tantos foros se le venían reclamando hace años y que, con su empecinamiento en el error, han sido tardías y, lo que es peor, por serlo, también más sangrantes, más injustas y dirigidas contra los más débiles. En fin, un parche facilón contra jubilados y funcionarios atrapados en la nómina estatal, y contra dependientes y futuras madres. Todo muy progresista. Puritita política social de la buena.

Pero no hay que preocuparse, que ante semejante tropelía ya han asomado la nariz los defensores de los débiles y de los desprotegidos. Cándido y Toxo, paladines de la justicia social, han acudido prestos al rescate. Se necesita tener desparpajo. Estos mamporreros del desastre, hinchados a subvenciones, puestos de perfil mientras el voluntarista timonel hundía la economía, vienen ahora a querer que nos traguemos la rueda del molino, el molino y el molinero. Los perillanes han estado avivando el fuego y ahora, cuando el bosque ya es ceniza, quieren que vayamos con ellos en procesión a protestar por el incendio, intentar apagar los rescoldos y plantar retoños. Pues podían empezar por ellos mismos, renunciando al subsidio millonario, autogestionándose y pagando a los miles de liberados del ala a los que damos de comer. ¿Qué hacían estos dos cuando las cifras del paro iban aumentando mes a mes trágicamente? ¿Qué hacían cuando la economía decrecía, el déficit aumentaba, la deuda se disparaba? Pues eso, colaborar en la debacle mientras llenaban el buche. ¡Coño si, al día siguiente del anuncio del tijeretazo, se embojotaron 16 millones de mortadelos en la saca!. Y ahora se ponen dignos y, en un alarde de histrionismo, nos convocan a una huelga, en un burdo intento de justificar su mamoneo y su papelón de figurantes de tercera. La verdad es que el panorama es de aúpa. Y me temo que más adelante hay más. Y peor. Porque la soberbia de los ignorantes es recalcitrantemente terca e irreductible. Y estamos en manos de un analfabeto cum laude.

Y, aprovechando el tirón y el desconcierto, la pista del circo se sigue abarrotando de espontáneos, oyentes y mediopensionistas de todos los colores, a cual más pintoresco: el moro asomándose al balcón de Ceuta y Melilla exigiendo hacer una de limpia; la siliconada Kirchner dándonos lecciones de democracia mientras se ajusta la faja; Evo, después del delirio de los pollos hormonados, acusando de golpista al PP; el Garzón, mártir de sí mismo, instalado en defensor de la utopía aflautada y cobrando de aquí y de La Haya; la profetisa sin peluquero, con su tono monjil, encaramándose tres sueldos; los gurteles apestando a podrido; el almibarado Juan sin miedo levantino haciendo pandilla con el sastrecillo valiente; Bono, hisopo en ristre, posando para una escena ecuestre al estilo Conde Duque de Olivares; Pepiño de gira promocional por los programas de casquería…. Y para colmo de males, mi Atleti perdiendo la final de la Copa del Rey con el equipo del fantasmón del sombrero. O sea, el acabose. Pues eso, para ir a mear y no echar gota.

jueves, 13 de mayo de 2010

DESESPERANTE ESPERA


Por desgracia, de tres años para acá mis relaciones como paciente con el SES, antes ocasionales, han tenido que intensificarse por mor de una serie de distintas cascarrias concatenadas que no viene al caso explicitar. He de decir, de antemano, que el trato que he recibido de los profesionales que me han atendido ha sido siempre excelente. Gracias a ellos mis piteras están controladas, salvo algún mínimo desajuste seguramente achacable a un, por mi parte, contumaz quebrantamiento de las normas. Cerveceramente hablando.

Debido a esta situación sanitaria que adolezco, he tenido que sufrir recientemente, y en el corto espacio de 48 horas, dos visitas regulares al médico. Ya dije en estas mismas páginas, y pido perdón por repetirme, el suplicio que me supone cumplir con estas obligaciones medicales. No por la visita en sí, sino por el protocolo ineludible que ésta lleva aparejado, léase, esperas por tiempo indeterminado soportando los alardes quejosos de una patulea de cofrades circunstanciales, que exhiben sus males como medallas de guerra, estableciendo entre ellos una competición sorda y, a veces, no tan sorda, y que consigue elevar mi natural misántropo a cotas de asesino en serie. Como decía en aquella ocasión, en esta espera desesperante no conozco a nadie, ni saludo a nadie, ni hablo con nadie. Ahora he subido un escalón en mi beligerancia: si me hablan o preguntan, no contesto. A lo más que llego es a emitir un gruñido ronco. Sin mirar. Sólo pretendo que, aquellos que interrumpan mi aislamiento empeñados en participar en ese ranking deleznable de miserias, me odien tanto como yo a ellos. Quizás como un intento inconsciente de reciprocidad que haga que me sienta menos culpable de mis rarezas y mis neuras. A mayor abundamiento, en esta ocasión solicité cita por Internet y, previsor, imprimí el comprobante de manera que, sentado en aquel pasillo-vagón y rodeado de enemigos, a cualquiera que se acercaba a mi refugio para preguntar la hora de mi cita, le gruñía y le enseñaba el papel como respuesta.

En esas estaba, leyendo El tiempo envejece deprisa, de Antonio Tabucchi, título muy adecuado a las circunstancias, cuando me golpean el hombro. Me vuelvo y me encuentro a una señora que me espeta las preguntas de rigor: “¿Por qué hora va? ¿A usted a qué hora le toca?” Y yo, en mi rol, le gruño al tiempo que le enseño el papelito de la cita. Sin apenas mirarla. La señora insiste en golpear mi hombro de nuevo y cuando iba a ser diana de mi exabrupto, me madruga y me dice: “Es que no sé leer”. Sufrí, entonces, un repentino ataque de piedad que mermó mis defensas. La miré. Vestía camisa y falda negra hasta los tobillos y, a la cabeza, pañuelo a juego. Debilitado como estaba, traicioné mis principios y le contesté: “Yo entro ahora, señora. Mi cita era a las diez menos cuarto”. Se sentó frente a mí, nuestras miradas se cruzaron y entonces me di cuenta de que estaba perdido, porque estas criaturas, avezadas en la monserga, tienen un sexto sentido para descubrir las grietas por las que colarse y plantarte la perorata de manera inmisericorde. Y así fue. Antes de que yo pudiera huir, empezó a farfullar la letanía quejumbrosa de sus males al tiempo que, sin solución de continuidad, se arremangaba los refajos hasta enseñar la pantorrilla, que lucía una especie de venda mugrosa. Y fue en el momento en que la comadre subía la pierna, cuando recibí una andanada de los efluvios que le salían de las bajeras tan contundente, que perdí la noción de la realidad y hasta de mi propia existencia. Afortunadamente, en este crítico momento se abrió la puerta de la consulta. Con los ojos en blanco y a punto del sopitipando, escapé hacia ella tambaleante. Eso evitó la catástrofe. La mi médica, Isabel, que ya me tiene calado, fue consciente de la zozobra que me invadía y no le dio importancia a mi tensión que, a consecuencia del fétido ataque, se había encaramado a 17/8. Cuando me iba, ya más entonadito, la individua seguía publicitando sus dengues. Y yo salí de allí con una sensación agridulce, pero contentísimo de ser paciente. Y no médico.



jueves, 6 de mayo de 2010

BAJO EL SOL DE MIS DÍAS


El pasado 21 de abril presenté en Badajoz “Bajo el sol de mis días”, libro ganador del XXVIII Premio de Poesía “Ciudad de Badajoz”. Lo ha escrito José Iniesta Maestro, Licenciado en Filología Hispánica nacido en el año 1962, en Valencia o sea, en el Mediterráneo, del que ha recogido, en poesía, la luz y el sabor y el olor. Persona entrañable y cercana, agradecida por generosa, extraña y distinta en este mundo literario de premiados y premiantes donde suele abundar tanta nadería prepotente, tanta vanidad, tanto presuntuoso encaramado en la fragilidad de pedestales hechos de plumas de pavo real. Apuntaré que el Jurado fue unánime al concederle el premio y que, a mayor abundamiento, este poemario fue finalista del “Loewe” y del “Fray Luis de León”. O sea, que no debimos andar muy desencaminados al darle el “Ciudad de Badajoz”.


De los cinco libros de poesía de Iniesta, en tres de ellos el título tiene que ver con el tiempo. Pero el que nos ocupa, con la inclusión del posesivo “mis” días, viene ya a decirnos que no estamos hablando del tiempo como concepto abstracto, objetivo, sino del tiempo subjetivo, porque no es de su paso imparable de lo que nos hablará el poeta, sino de la interiorización de ese paso, de la “subjetivización” de los días, del hueco (quizás la palabra más presente en el poemario) que la vida nos va dejando a medida de ir viviéndola y, también, de la posibilidad de encontrar vida en la muerte, futuro en el pasado, plenitud en la oquedad. Porque a lo largo de todo el poemario existe una constante cercanía de contrarios, haciendo complementario lo antagónico, unificando opuestos en un intento de recuperar, ya desde la dedicatoria, aquello que fue en lo que ahora es: “A mis padres, siempre, ahora que es ya nunca”. Cuatro adverbios de tiempo en nueve palabras.


En el poemario encontramos también, como no podía ser de otra forma para un mediterráneo, continuas referencias al entorno, al paisaje, urbano o no, como evocación salvadora, al panteísmo como una manera de recuperar lo que parecía perdido pero, por el hecho de recordarlo en una nube, una luz, un sueño, unas hojas que caen, un jazmín que persiste, un tren que regresa, vuelve a existir siquiera sea en la fragilidad de un poema. O en su contundencia. En “El abrazo”, dedicado a su hija Irene, desde mi sensibilidad uno de los más tiernos y definitivos, hay también una buena muestra emocionante de todo esto: “Regálame los nombres olvidados,/el antiguo rumor/del viento entre las hojas/en el centro inocente de tu amor./Devuélveme, hija mía, con tu beso/los besos que no di,/las palabras calladas/ y las frutas mordidas bajo el sol de otras tardes.”


Volver a sentir el tiempo que se ha ido y, así, sacarlo de la destrucción que es el olvido, esa es la meta. Antigua aspiración de los que vivimos es hacer de nuestra vida, de nuestro pulso, de nuestro tiempo, de nuestros días, un continuo palíndromo, darnos la libertad de desandar lo andado, de conseguir una lectura al revés que nos siga diciendo lo que somos porque fuimos, lo que seremos porque somos, “de vivir en el tiempo que ya ha sido”. Incluso hay un poema, “Del tiempo y sus castigos”, que es, también, el título del primer libro publicado por Iniesta. Lo dicho, la vuelta al inicio, el tiempo circular que pretendemos, el guiño perfecto al “soy porque fui”.


He de decir que me supuso una gran satisfacción poder presentar este libro, magnífico, de poesía. Me he acercado a él como un confesor, (la poesía es confesión), con el corazón abierto al abierto almario del poeta. Y así he sentido y me he estremecido a su compás, compartiendo sus dudas, sus angustias, su nostalgia, sus pérdidas, su amor y sus amores, su asombro. He recorrido sus páginas y cobijado en mis manos la vida derramada, la sangre, el pálpito, la luz que sobrecoge a las noches perdidas, el misterio poético tan cruel y tan dulce. Al fin, la voz atribulada del poeta que sueña la ceniza, “la nada recordando el resplandor del fuego”.